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Buceando el Evangelio
Buceando el Evangelio
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Buceando el Evangelio 2l222p

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Podcast semanal donde se ofrece una reflexión al Evangelio de los Domingos y fiestas principales del calendario litúrgico. 655o56

Podcast semanal donde se ofrece una reflexión al Evangelio de los Domingos y fiestas principales del calendario litúrgico.

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VI Domingo Pascua: El Dios que nos da su PAZ.
VI Domingo Pascua: El Dios que nos da su PAZ.
oy contemplamos de nuevo a Jesús rodeado por los Apóstoles, en un clima de especial intimidad. Él les confía lo que podríamos considerar como las últimas recomendaciones: aquello que se dice en el último momento, justo en la despedida, y que tiene una fuerza especial, como si de un postrer testamento se tratara. Nos los imaginamos en el cenáculo. Allí, Jesús les ha lavado los pies, les ha vuelto a anunciar que se tiene que marchar, les ha transmitido el mandamiento del amor fraterno y los ha consolado con el don de la Eucaristía y la promesa del Espíritu Santo (cf. Jn 14). Metidos ya en el capítulo decimoquinto de este Evangelio, encontramos ahora la exhortación a la unidad en la caridad. El Señor no esconde a los discípulos los peligros y dificultades que deberán afrontar en el futuro: «Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán» (Jn 15,20). Pero ellos no se han de acobardar ni agobiarse ante el odio del mundo: Jesús renueva la promesa del envío del Defensor, les garantiza la asistencia en todo aquello que ellos le pidan y, en fin, el Señor ruega al Padre por ellos —por todos nosotros— durante su oración sacerdotal (cf. Jn 17). Nuestro peligro no viene de fuera: la peor amenaza puede surgir de nosotros mismos al faltar al amor fraterno entre los del Cuerpo Místico de Cristo y al faltar a la unidad con la Cabeza de este Cuerpo. La recomendación es clara: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). Las primeras generaciones de cristianos conservaron una conciencia muy viva de la necesidad de permanecer unidos por la caridad. He aquí el testimonio de un Padre de la Iglesia, san Ignacio de Antioquía: «Corred todos a una como a un solo templo de Dios, como a un solo altar, a un solo Jesucristo que procede de un solo Padre». He aquí también la indicación de Santa María, Madre de los cristianos: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2,5).
Fe, filosofía y espiritualidad 6 días
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V Domingo de Pascua: Amar como Dios nos ama.
V Domingo de Pascua: Amar como Dios nos ama.
Estamos en el tiempo pascual, que es el tiempo de la glorificación de Jesús. El Evangelio que acabamos de escuchar nos recuerda que esta glorificación se realizó mediante la pasión. En el misterio pascual pasión y glorificación están estrechamente vinculadas entre sí, forman una unidad inseparable. Jesús afirma: «Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en él» (Jn 13, 31) y lo hace cuando Judas sale del Cenáculo para cumplir su plan de traición, que llevará al Maestro a la muerte: precisamente en ese momento comienza la glorificación de Jesús. El evangelista san Juan lo da a entender claramente: de hecho, no dice que Jesús fue glorificado sólo después de su pasión, por medio de la resurrección, sino que muestra que su glorificación comenzó precisamente con la pasión. En ella Jesús manifiesta su gloria, que es gloria del amor, que entrega toda su persona. Él amó al Padre, cumpliendo su voluntad hasta el final, con una entrega perfecta; amó a la humanidad dando su vida por nosotros. Así, ya en su pasión es glorificado, y Dios es glorificado en él. Pero la pasión —como expresión realísima y profunda de su amor— es sólo un inicio. Por esto Jesús afirma que su glorificación también será futura (cf. v. 32). Después el Señor, en el momento de anunciar que deja este mundo (cf. v. 33), casi como testamento da a sus discípulos un mandamiento para continuar de modo nuevo su presencia en medio de ellos: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Como yo os he amado, así amaos también vosotros los unos a los otros» (v. 34). Si nos amamos los unos a los otros, Jesús sigue estando presente entre nosotros, y sigue siendo glorificado en el mundo. Jesús habla de un «mandamiento nuevo». ¿Cuál es su novedad? En el Antiguo Testamento Dios ya había dado el mandato del amor; pero ahora este mandamiento es nuevo porque Jesús añade algo muy importante: «Como yo os he amado, así amaos también vosotros los unos a los otros». Lo nuevo es precisamente este «amar como Jesús ha amado». Todo nuestro amar está precedido por su amor y se refiere a este amor, se inserta en este amor, se realiza precisamente por este amor. El Antiguo Testamento no presentaba ningún modelo de amor, sino que formulaba solamente el precepto de amar. Jesús, en cambio, se presenta a sí mismo como modelo y como fuente de amor. Se trata de un amor sin límites, universal, capaz de transformar también todas las circunstancias negativas y todos los obstáculos en ocasiones para progresar en el amor. Y en los santos de esta ciudad vemos la realización de este amor, siempre desde la fuente del amor de Jesús. En los siglos pasados la Iglesia que está en Turín ha conocido una rica tradición de santidad y de generoso servicio a los hermanos —como han recordado el cardenal arzobispo y el señor alcalde— gracias a la obra de celosos sacerdotes, religiosos y religiosas de vida activa y contemplativa, y de fieles laicos. Las palabras de Jesús adquieren una resonancia especial para esta Iglesia de Turín, una Iglesia generosa y activa, comenzando por sus sacerdotes. Al darnos el mandamiento nuevo, Jesús nos pide vivir su mismo amor, vivir de su mismo amor, que es el signo verdaderamente creíble, elocuente y eficaz para anunciar al mundo la venida del reino de Dios. Obviamente, sólo con nuestras fuerzas somos débiles y limitados. En nosotros permanece siempre una resistencia al amor y en nuestra existencia hay muchas dificultades que provocan divisiones, resentimientos y rencores. Pero el Señor nos ha prometido estar presente en nuestra vida, haciéndonos capaces de este amor generoso y total, que sabe vencer todos los obstáculos, también los que radican en nuestro corazón. Si estamos unidos a Cristo, podemos amar verdaderamente de este modo. Amar a los demás como Jesús nos ha amado sólo es posible con la fuerza que se nos comunica en la relación con él, especialmente en la Eucaristía, en la que se hace presente de modo real su sacrificio de amor que genera amor: es la verdadera novedad en el mundo y la fuerza de una glorificación permanente de Dios, que se glorifica en la continuidad del amor de Jesús en nuestro amor. Quiero dirigir ahora unas palabras de aliento en particular a los sacerdotes y a los diáconos de esta Iglesia, que se dedican con generosidad al trabajo pastoral, así como a los religiosos y a las religiosas. A veces, ser obreros en la viña del Señor puede ser arduo, los compromisos se multiplican, las exigencias son muchas y no faltan los problemas: aprended a sacar diariamente de la relación de amor con Dios en la oración la fuerza para llevar el anuncio profético de salvación; volved a centrar vuestra existencia en lo esencial del Evangelio; cultivad una dimensión real de comunión y de fraternidad dentro del presbiterio, de vuestras comunidades, en las relaciones con el pueblo de Dios; testimoniad en el ministerio el poder del amor que viene de lo Alto, viene del Señor presente entre nosotros. La primera lectura que hemos escuchado nos presenta precisamente un modo especial de glorificación de Jesús: el apostolado y sus frutos. Pablo y Bernabé, al término de su primer viaje apostólico, regresan a las ciudades que ya habían visitado y alientan de nuevo a los discípulos, exhortándolos a permanecer firmes en la fe, porque, como ellos dicen, «es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios» (Hch 14, 22). La vida cristiana, queridos hermanos y hermanas, no es fácil; sé que tampoco en Turín faltan dificultades, problemas, preocupaciones: pienso, en particular, en quienes viven concretamente su existencia en condiciones de precariedad, a causa de la falta de trabajo, de la incertidumbre por el futuro, del sufrimiento físico y moral; pienso en las familias, en los jóvenes, en las personas ancianas que con frecuencia viven en soledad, en los marginados, en los inmigrantes. Sí, la vida lleva a afrontar muchas dificultades, muchos problemas, pero lo que permite afrontar, vivir y superar el peso de los problemas cotidianos es precisamente la certeza que nos viene de la fe, la certeza de que no estamos solos, de que Dios nos ama a cada uno sin distinción y está cerca de cada uno con su amor. El amor universal de Cristo resucitado fue lo que impulsó a los Apóstoles a salir de sí mismos, a difundir la Palabra de Dios, a dar su vida sin reservas por los demás, con valentía, alegría y serenidad. Cristo resucitado posee una fuerza de amor que supera todo límite, no se detiene ante ningún obstáculo. Y la comunidad cristiana, especialmente en las realidades de mayor compromiso pastoral, deber ser instrumento concreto de este amor de Dios. Exhorto a las familias a vivir la dimensión cristiana del amor en las acciones cotidianas sencillas, en las relaciones familiares, superando divisiones e incomprensiones, cultivando la fe que hace todavía más firme la comunión. Que en el rico y variado mundo de la Universidad y de la cultura tampoco falte el testimonio del amor del que nos habla el Evangelio de hoy, con la capacidad de escucha atenta y de diálogo humilde en la búsqueda de la Verdad, seguros de que es la Verdad misma la que nos sale al encuentro y nos aferra. Deseo también alentar el esfuerzo, a menudo difícil, de quien está llamado a istrar el sector público: la colaboración para buscar el bien común y hacer que la ciudad sea cada vez más humana y habitable es una señal de que el pensamiento cristiano sobre el hombre nunca va contra su libertad, sino en favor de una mayor plenitud que sólo encuentra su realización en una «civilización del amor». A todos, en particular a los jóvenes, quiero decir que no pierdan nunca la esperanza, la que viene de Cristo resucitado, de la victoria de Dios sobre el pecado, sobre el odio y sobre la muerte. La segunda lectura de hoy nos muestra precisamente el resultado final de la resurrección de Jesús: es la nueva Jerusalén, la ciudad santa, que desciende del cielo, de Dios, engalanada como una esposa ataviada para su esposo (cf. Ap 21, 2). Aquel que fue crucificado, que compartió nuestro sufrimiento, como nos recuerda también, de manera elocuente, la Sábana Santa, ha resucitado y nos quiere reunir a todos en su amor. Se trata de una esperanza estupenda, «fuerte», sólida, porque, como dice el libro del Apocalipsis: «(Dios) enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (Ap 21, 4). ¿Acaso la Sábana Santa no comunica el mismo mensaje? En ella vemos reflejados como en un espejo nuestros padecimientos en los sufrimientos de Cristo: «io Christi. io hominis». Precisamente por esto la Sábana Santa es un signo de esperanza: Cristo afrontó la cruz para atajar el mal; para hacernos entrever, en su Pascua, la anticipación del momento en que para nosotros enjugará toda lágrima y ya no habrá muerte, ni llanto, ni gritos ni fatigas. El pasaje del Apocalipsis termina con la afirmación: «Dijo el que está sentado en el trono: «Mira que hago un mundo nuevo»» (Ap 21, 5). Lo primero absolutamente nuevo realizado por Dios fue la resurrección de Jesús, su glorificación celestial, la cual es el inicio de toda una serie de «cosas nuevas», a las que pertenecemos también nosotros. «Cosas nuevas» son un mundo lleno de alegría, en el que ya no hay sufrimientos ni vejaciones, ya no hay rencor ni odio, sino sólo el amor que viene de Dios y que lo transforma todo. Querida Iglesia que está en Turín, he venido entre vosotros para confirmaros en la fe. Deseo exhortaros, con fuerza y con afecto, a permanecer firmes en la fe que habéis recibido, que da sentido a la vida, que da fuerza para amar; a no perder nunca la luz de la esperanza en Cristo resucitado, que es capaz de transformar la realidad y hacer nuevas todas las cosas; a vivir de modo sencillo y concreto el amor de Dios en la ciudad, en los barrios, en las comunidades, en las familias: «Como yo os he amado, así amaos los unos a los otros».
Fe, filosofía y espiritualidad 1 semana
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13:10
IV Domingo Pascua: Escuchar la Voz del Dios que es UNO.
IV Domingo Pascua: Escuchar la Voz del Dios que es UNO.
oy, la mirada de Jesús sobre los hombres es la mirada del Buen Pastor, que toma bajo su responsabilidad a las ovejas que le son confiadas y se ocupa de cada una de ellas. Entre Él y ellas crea un vínculo, un instinto de conocimiento y de fidelidad: «Escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen» (Jn 10,27). La voz del Buen Pastor es siempre una llamada a seguirlo, a entrar en su círculo magnético de influencia. Cristo nos ha ganado no solamente con su ejemplo y con su doctrina, sino con el precio de su Sangre. Le hemos costado mucho, y por eso no quiere que nadie de los suyos se pierda. Y, con todo, la evidencia se impone: unos siguen la llamada del Buen Pastor y otros no. El anuncio del Evangelio a unos les produce rabia y a otros alegría. ¿Qué tienen unos que no tengan los otros? San Agustín, ante el misterio abismal de la elección divina, respondía: «Dios no te deja, si tú no le dejas»; no te abandonará, si tu no le abandonas. No des, por tanto, la culpa a Dios, ni a la Iglesia, ni a los otros, porque el problema de tu fidelidad es tuyo. Dios no niega a nadie su gracia, y ésta es nuestra fuerza: agarrarnos fuerte a la gracia de Dios. No es ningún mérito nuestro; simplemente, hemos sido “agraciados”. La fe entra por el oído, por la audición de la Palabra del Señor, y el peligro más grande que tenemos es la sordera, no oír la voz del Buen Pastor, porque tenemos la cabeza llena de ruidos y de otras voces discordantes, o lo que todavía es más grave, aquello que los Ejercicios de san Ignacio dicen «hacerse el sordo», saber que Dios te llama y no darse por aludido. Aquel que se cierra a la llamada de Dios conscientemente, reiteradamente, pierde la sintonía con Jesús y perderá la alegría de ser cristiano para ir a pastar a otras pasturas que no sacian ni dan la vida eterna. Sin embargo, Él es el único que ha podido decir: «Yo les doy la vida eterna» (Jn 10,28).
Fe, filosofía y espiritualidad 2 semanas
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14:14
III Domingo Pascua: Reconocer nuestra desnudez.
III Domingo Pascua: Reconocer nuestra desnudez.
Queridos hermanos y hermanas, ¡feliz domingo! El Evangelio de la Liturgia de hoy (Jn 21,1-19) narra la tercera aparición de Jesús resucitado a los apóstoles. Es un encuentro que tiene lugar a orillas del lago de Galilea e implica sobre todo a Simón Pedro. Todo comienza con él que les dice a los otros discípulos: «Voy a pescar» (v. 3). Algo normal, era un pescador, pero había abandonado este oficio desde que dejó las redes para seguir a Jesús, precisamente a orillas de este mismo lago. Y ahora, mientras el Resucitado se hace esperar, Pedro, tal vez algo desmoralizado, les propone a los otros volver a la vida de antes. Y estos aceptan: «También nosotros vamos contigo». Pero «aquella noche no pescaron nada» (v. 3). También a nosotros nos puede pasar que, por cansancio, desilusión, quizás por pereza, nos olvidemos del Señor y descuidemos las grandes opciones que hemos tomado, para contentarnos con otra cosa. Por ejemplo, no dedicamos tiempo a hablar en familia, y preferimos los pasatiempos personales; nos olvidamos de la oración, dejándonos arrebatar por nuestras necesidades; descuidamos la caridad, con la excusa de las prisas diarias. Pero al hacer esto nos sentimos desilusionados: era precisamente la desilusión que sentía Pedro, con las redes vacías, como él. Es un camino que te hace retroceder y no te satisface. ¿Qué hace Jesús con Pedro? Vuelve de nuevo a la orilla del lago donde lo había elegido a él, y a Andrés, Santiago y Juan, a los cuatro los había elegido allí. No hace reproches —Jesús no reprocha, toca el corazón, siempre—, sino que llama a sus discípulos con ternura: «Muchachos» (v. 5). Luego los exhorta, come en el pasado, a echar de nuevo las redes con valentía. Y una vez más las redes se llenan hasta lo inverosímil. Hermanos y hermanas, cuando en la vida tenemos las redes vacías, no es el momento de autocompadecernos, de divertirnos, de volver a los viejos pasatiempos. Es el momento de ponerse en camino con Jesús, es el momento de hallar el valor de recomenzar, es el momento de navegar mar adentro con Jesús. Tres verbos: volver a empezar, recomenzar, zarpar de nuevo. Siempre, ante una desilusión, o ante una vida que ha perdido un poco su sentido —“hoy siento que he retrocedido...”—, ponte de nuevo en camino con Jesús, reinicia, navega mar adentro. ¡Está esperándote! Y Él piensa solo en ti, en mí, en cada uno de nosotros. A Pedro le hacía falta ese “shock”. Cuando oye a Juan gritar: «¡Es el Señor!» (v. 7), se lanza inmediatamente al agua y nada hasta donde estaba Jesús. Es un gesto de amor, porque el amor va más allá de lo útil, lo conveniente y lo debido; el amor genera asombro, inspira impulsos creativos, gratuitos. Así, mientras Juan, el más joven, reconoce al Señor, es Pedro, más anciano, quien se lanza al agua para ir a su encuentro. En esa zambullida está todo el impulso recobrado de Simón Pedro. Queridos hermanos y hermanas, hoy Cristo resucitado nos invita a un nuevo impulso, a todos, a cada uno de nosotros, nos invita zambullirnos en el bien sin miedo de perder algo, sin hacer demasiados cálculos, sin esperar a que empiecen los otros. ¿Por qué? No esperar a los otros, porque para ir al encuentro de Jesús hay que comprometerse. Hay que tomar posición con valentía, recomenzar, y recomenzar comprometiéndose, arriesgar. Preguntémonos: ¿soy capaz de un arranque de generosidad, o contengo los impulsos del corazón y me cierro en la costumbre, en el miedo? Lanzarse, zambullirse. Esta es la palabra de hoy de Jesús. Luego, al final de este episodio, Jesús le hace tres veces a Pedro la pregunta: «¿Me quieres?» (vv. 15.16). Hoy el Resucitado nos lo pregunta también a nosotros: ¿Me quieres? Porque en la Pascua quiere que resurja también nuestro corazón; porque la fe no es una cuestión de saber, sino de amor. ¿Me quieres?, te pregunta Jesús a ti, a mí, a nosotros, que tenemos las redes vacías y muchas veces tenemos miedo de recomenzar; a ti, a mí, a todos nosotros, que no tenemos el valor de zambullirnos y quizás hemos perdido empuje. ¿Me quieres?, pregunta Jesús. Desde entonces, Pedro dejó de pescar para siempre y se dedicó al servicio de Dios y de los hermanos, hasta entregar su vida aquí, donde nos encontramos ahora. Y nosotros, ¿queremos amar a Jesús? Que la Virgen, que con prontitud dijo “sí” al Señor, nos ayude a encontrar el impulso del bien.
Fe, filosofía y espiritualidad 3 semanas
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13:43
II Domingo Pascua: Recibir la Paz Integral.
II Domingo Pascua: Recibir la Paz Integral.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! El evangelio de hoy (Juan 20, 19-31) narra que el día de Pascua Jesús se aparece por la tarde a sus discípulos en el Cenáculo, llevando tres dones: la paz, la alegría y la misión apostólica. Sus primeras palabras son: «La paz con vosotros» (v. 21). El Señor Resucitado trae auténtica paz, porque a través de su sacrificio en la cruz ha cumplido la reconciliación entre Dios y la humanidad y ha vencido al pecado y a la muerte. Esta es la paz. Sus discípulos eran los primeros que necesitaban esta paz, porque después de la captura y la condena a muerte del Maestro, habían caído en el desamparo y el miedo. Jesús se presenta vivo en medio de ellos y mostrando sus llagas —Jesús quiso conservar sus llagas— en el cuerpo glorioso, da la paz como fruto de su victoria. Pero esa tarde no estaba presente el apóstol Tomás. Informado de este hecho extraordinario, él, incrédulo ante el testimonio del resto de apóstoles, pretende verificar personalmente la verdad de lo que afirman. Ocho días después, tal como hoy, se repite la aparición: Jesús sale al encuentro de la incredulidad de Tomás invitándole a tocar sus llagas. Constituyen la fuente de la paz, porque son el signo del amor inmenso de Jesús, que derrotó a las fuerzas hostiles contra el hombre, es decir, el pecado, el mal y la muerte. Lo invita a tocar las llagas, es una enseñanza para nosotros, como si Jesús dijera a cada uno de nosotros: «Si no estás en paz, toca mis llagas». Tocar las llagas de Jesús, que son los tantos problemas, las dificultades, las persecuciones, las enfermedades de tanta gente que sufre. ¿Tú no estás en paz?, Ve, ve a visitar a alguien que es símbolo de la llaga de Jesús, toca la llaga de Jesús. De esas llagas brota la misericordia. Por eso hoy es el domingo de la misericordia. Un santo decía que el cuerpo de Jesús crucificado es como un saco de misericordia, que a través de las llagas viene hacia todos nosotros. Todos nosotros necesitamos de la misericordia, lo sabemos. Acerquémonos a Jesús y toquemos sus llagas, en nuestros hermanos que sufren. Las heridas de Jesús son un tesoro: de ellas brota la misericordia. Seamos valerosos y toquemos las llagas de Jesús. Con estas llagas está delante del Padre y se las enseña, como si dijera «Padre, este es el precio, estas llagas son lo que yo he pagado por mis hermanos». Con sus llagas Jesús intercede ante el Padre. Nos da la misericordia si nos acercamos e intercede por nosotros. No olvidéis las llagas de Jesús. El segundo don que Jesús resucitado lleva a los discípulos es la alegría. El evangelista relata que «los discípulos se alegraron de ver al Señor» (v.20). Y también hay un versículo, en la versión de Lucas. que dice que «no podían creer de la alegría». También a nosotros cuando nos pasa algo increíble demasiado bonito, nos sale de dentro decir: «¡No me lo puedo creer, esto no es verdad!» y así decían los discípulos, no podían creer de tanta alegría. Y esa es la alegría que nos da Jesús. Si estás triste, si no estás en paz, mira a Jesús crucificado a Jesús resucitado, mira sus llagas y toma esa alegría. Y luego, además de la paz y de la alegría, Jesús da a sus discípulos una nueva misión: Les dice «como el Padre me envió, también yo os envío» (v. 21). La resurrección de Jesús es el inicio de un nuevo dinamismo de amor capaz de transformar el mundo con la presencia del Espíritu Santo En este segundo domingo de Pascua, estamos invitados a acercarnos a Cristo con fe, abriendo nuestros corazones a la paz, a la alegría y a la misión, pero no olvidemos las llagas de Jesús, porque de ellas brotan la paz, la alegría y la fuerza para la misión. Encomendamos esta plegaria a la intercesión materna de la Virgen María, Reina del Cielo y de la Tierra.
Fe, filosofía y espiritualidad 1 mes
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13:20
Vigilia Pascual: Dejarte Resucitar por el Resucitado.
Vigilia Pascual: Dejarte Resucitar por el Resucitado.
Las mujeres van al sepulcro a la luz del amanecer, pero dentro de sí llevan aún la oscuridad de la noche. Aunque van de camino, siguen paralizadas, su corazón se ha quedado a los pies de la cruz. Su vista está nublada por las lágrimas del Viernes Santo, se encuentran inmovilizadas por el dolor, están encerradas en la sensación de que se ha terminado todo, y que el acontecimiento de Jesús ha sido ya sellado con una piedra. Y es precisamente la piedra la que está en el centro de sus pensamientos. Se preguntan: «¿Quién nos correrá la piedra de la entrada del sepulcro?» (Mc 16,3). Cuando llegan al lugar, sin embargo, la fuerza sorprendente de la Pascua las impacta: «al mirar —dice el texto—, vieron que la piedra había sido corrida; era una piedra muy grande» (Mc 16,4). Detengámonos, queridos hermanos y hermanas, a considerar estos dos momentos, que nos llevan a la alegría inaudita de la Pascua: en primer lugar, las mujeres se preguntan angustiadas quién nos correrá la piedra, en segundo lugar, al mirar, ven que ya había sido corrida. Para empezar —primer momento— está la pregunta que abruma su corazón partido por el dolor: ¿quién nos correrá la piedra del sepulcro? Esa piedra representa el final de la historia de Jesús, sepultada en la oscuridad de la muerte. Él, la vida que vino al mundo, ha muerto; Él, que manifestó el amor misericordioso del Padre, no recibió misericordia; Él, que alivió a los pecadores del yugo de la condena, fue condenado a la cruz. El Príncipe de la paz, que liberó a una adúltera de la furia violenta de las piedras, yace en el sepulcro detrás de una gran piedra. Aquella roca, obstáculo infranqueable, era el símbolo de lo que las mujeres llevaban en el corazón, el final de su esperanza. Todo se había hecho pedazos contra esta losa, con el misterio oscuro de un trágico dolor que había impedido hacer realidad sus sueños. Hermanos y hermanas, esto nos puede suceder también a nosotros. A veces sentimos que una lápida ha sido colocada pesadamente en la entrada de nuestro corazón, sofocando la vida, apagando la confianza, encerrándonos en el sepulcro de los miedos y de las amarguras, bloqueando el camino hacia la alegría y la esperanza. Son “escollos de muerte” y los encontramos, a lo largo del camino, en todas las experiencias y situaciones que nos roban el entusiasmo y la fuerza para seguir adelante; en los sufrimientos que nos asaltan y en la muerte de nuestros seres queridos, que dejan en nosotros vacíos imposibles de colmar; los encontramos en los fracasos y en los miedos que nos impiden realizar el bien que deseamos; los encontramos en todas las cerrazones que frenan nuestros impulsos de generosidad y no nos permiten abrirnos al amor; los encontramos en los muros del egoísmo y de la indiferencia, que repelen el compromiso por construir ciudades y sociedades más justas y dignas para el hombre; los encontramos en todos los anhelos de paz quebrantados por la crueldad del odio y la ferocidad de la guerra. Cuando experimentamos estas desilusiones, tenemos la sensación de que muchos sueños están destinados a hacerse añicos y también nosotros nos preguntamos angustiados: ¿quién nos correrá la piedra del sepulcro? Y, sin embargo, aquellas mismas mujeres que tenían la oscuridad en el corazón nos testifican algo extraordinario: al mirar, vieron que la piedra había sido corrida; era una piedra muy grande. Es la Pascua de Cristo, la fuerza de Dios, la victoria de la vida sobre la muerte, el triunfo de la luz sobre las tinieblas, el renacimiento de la esperanza entre los escombros del fracaso. Es el Señor, el Dios de lo imposible que, para siempre, hizo correr la piedra y comenzó a abrir nuestros corazones, para que la esperanza no tenga fin. Hacia Él, entonces, también nosotros debemos mirar. Y ahora —el segundo momento— miremos a Jesús. Él, después de haber asumido nuestra humanidad, bajó a los abismos de la muerte y los atravesó con la potencia de su vida divina, abriendo una brecha infinita de luz para cada uno de nosotros. Resucitado por el Padre en su carne, que también es la nuestra con la fuerza del Espíritu Santo, abrió una página nueva para la humanidad. Desde aquel momento, si nos dejamos llevar de la mano por Jesús, ninguna experiencia de fracaso o de dolor, por más que nos hiera, puede tener la última palabra sobre el sentido y el destino de nuestra vida. Desde aquel momento, si nos dejamos aferrar por el Resucitado, ninguna derrota, ningún sufrimiento, ninguna muerte podrá detener nuestro camino hacia la plenitud de la vida. Desde aquel momento, “nosotros los cristianos decimos que la historia tiene un sentido, un sentido que abraza todo, un sentido que no está contaminado por el absurdo y la oscuridad, un sentido que nosotros llamamos Dios. Hacia Él confluyen todas las aguas de nuestra transformación; estas no se hunden en los abismos de la nada y del absurdo porque su sepulcro está vacío y Él, que estaba muerto, se ha mostrado como viviente” (K. Rahner, Che cos’è la risurrezione? Meditazione sul Venerdì santo e sulla Pasqua, Brescia 2005, 33-35). Hermanos y hermanas, Jesús es nuestra Pascua, Él es Aquel que nos hace pasar de la oscuridad a la luz, que se ha unido a nosotros para siempre y nos salva de los abismos del pecado y de la muerte, atrayéndonos hacia el ímpetu luminoso del perdón y de la vida eterna. Hermanos y hermanas, mirémoslo a Él, acojamos a Jesús, Dios de la vida, en nuestras vidas, renovémosle hoy nuestro “sí” y ningún escollo podrá sofocar nuestro corazón, ninguna tumba podrá encerrar la alegría de vivir, ningún fracaso podrá llevarnos a la desesperación. Hermanos y hermanas, mirémoslo a Él y pidámosle que la potencia de su resurrección corra las rocas que oprimen nuestra alma. Mirémoslo a Él, el Resucitado, y caminemos con la certeza de que en el trasfondo oscuro de nuestras expectativas y de nuestra muerte está ya presente la vida eterna que Él vino a traer. Hermana, hermano, deja que tu corazón estalle de júbilo en esta noche, en esta noche santa. Cantemos la resurrección de Jesús juntos: «Cantadlo, cantadlo todos, ríos y llanuras, desiertos y montañas […] cantad al Señor de la vida que surge desde la tumba, más brillante que mil soles. Pueblos destruidos por el mal y golpeados por la injusticia, pueblos sin tierra, pueblos mártires, alejad en esta noche los cantores de la desesperación. El varón de dolores ya no está en prisión, ha abierto una brecha en el muro, se da prisa por llegar hasta nosotros. Que nazca de la oscuridad el grito inesperado: está vivo, ha resucitado. Y vosotros, hermanos y hermanas, pequeños y grandes […] vosotros en el esfuerzo de vivir, vosotros que os sentís indignos de cantar […] que una llama nueva atraviese vuestro corazón, que un frescor nuevo invada vuestra voz. Es la Pascua del Señor —hermanos y hermanas— es la fiesta de los vivientes» (J-Y. Quellec, Dieu par la face nord, Ottignies 1998, 85-86).
Fe, filosofía y espiritualidad 1 mes
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Viernes Santo: Acompañar a Jesús en nuestra Pasión.
Viernes Santo: Acompañar a Jesús en nuestra Pasión.
Contemplemos y adoremos con fe la Cruz de Cristo. Miremos al que atravesaron, y al que atravesamos. Miremos a Cristo: contemplemos su sufrimiento causado por el pecado, por la crueldad e injusticia humana. Contemplemos en la Cruz a los que hoy están crucificados, a todas la victimas de la maldad humana, a los que sufren y tienen que cargar con su cruz. Miremos el pecado del mundo, reconozcamos nuestros propios pecados, con los que Cristo tiene hoy que cargar. Contemplemos y adoremos la Cruz: Es la manifestación del amor misericordioso de Dios, la expresión del amor más grande, que da la vida para librarnos de muerte. Si abrimos nuestro corazón a la Cruz, sinceramente convertidos y con verdadera fe, el amor de Dios nos alcanzará. Y el Espíritu de Dios derramará en nosotros el amor y podremos alcanzar la salvación de Dios. Al pie de la cruz la Virgen María, unida a su Hijo, pudo compartir de modo singular la profundidad de su dolor y de su amor. Nadie mejor que ella nos puede enseñar a amar la Cruz. A ella encomendamos en especial los que avergüenzan de la cruz y de su condición de cristianos, a los pecadores y a todos los que sufren a causa de su pecado, del egoísmo, la injusticia o la violencia. A ella encomendados a los enfermos y a los cristianos perseguidos a causa de su fe en la Cruz. Porque, los cristianos “no podemos gloriarnos sino en la Cruz de Cristo”. ¡Salve, Oh Cruz bendita, nuestra única esperanza! Amén.
Fe, filosofía y espiritualidad 1 mes
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Jueves Santo: Dejarse lavar los pies por el Mesias Servidor.
Jueves Santo: Dejarse lavar los pies por el Mesias Servidor.
Llama la atención cómo Jesús, justo el día antes de ser crucificado, hace este gesto. Lavar los pies, era costumbre en aquella época porque las calles eran polvorientas, la gente venía de fuera y al entrar en una casa, antes del banquete, de la reunión, se lavaban los pies. Pero, ¿quién lavaba los pies? Los esclavos, porque era trabajo de esclavos. Imaginaos lo asombrados que se quedaron los discípulos cuando vieron que Jesús empezaba a hacer este gesto de esclavo. Pero lo hace para hacerles comprender el mensaje del día siguiente: que moriría como un esclavo, para pagar la deuda de todos nosotros. Si escucháramos estas cosas de Jesús, la vida sería tan buena porque nos apresuraríamos a ayudarnos unos a otros, en lugar de engañarnos unos a otros, de aprovecharnos unos de otros, como nos enseñan los listos. Es tan hermoso ayudarse unos a otros, echarse una mano: son gestos humanos, universales, pero que salen de un corazón noble. Y Jesús quiere enseñarnos esto hoy con esta celebración: la nobleza de corazón. Cada uno de nosotros puede decir: “Pero si el Papa supiera las cosas que tengo dentro… ”. Pero Jesús las conoce y nos ama como somos, y nos lava los pies. Jesús nunca se asusta de nuestras debilidades, nunca se asusta porque ya ha pagado, sólo quiere acompañarnos, quiere llevarnos de la mano para que la vida no sea tan dura para nosotros. Haré el mismo gesto de lavar los pies, pero no es algo folclórico, no. Pensemos que es un gesto que anuncia cómo debemos ser, unos con otros . En la sociedad vemos cuánta gente se aprovecha de los demás, cuánta gente está acorralada y no puede salir. Cuántas injusticias, cuánta gente sin trabajo, cuánta gente que trabaja y cobra la mitad, cuánta gente que no tiene dinero para comprar medicinas, cuántas familias rotas, tantas cosas malas... Y ninguno de nosotros puede decir: “Yo gracias a Dios no estoy así, ¿sabes?” — “¡Si no estoy así es por la gracia de Dios!”; cada uno de nosotros puede resbalar, cada uno de nosotros. Y esta conciencia, esta certeza de que cada uno de nosotros puede resbalar es lo que nos da la dignidad —escuchad la palabra: la “dignidad”— de ser pecadores. Y así nos quiere Jesús, y por eso quiso lavarnos los pies y decirnos: “He venido a salvaros, a serviros”. Ahora yo haré lo mismo para recordar lo que Jesús nos enseñó: ayudarnos los unos a los otros . Y así la vida es más bella y podemos seguir así. Durante el lavatorio de los pies —espero lograrlo porque no puedo caminar bien—, pero durante el lavatorio de los pies pensad: “Jesús me lavó los pies, Jesús me salvó, y ahora tengo esta dificultad”. Pero pasará, el Señor está siempre a tu lado, nunca te deja, nunca. Pensad en esto.
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15:23
Domingo de Ramos: Reconocer la grandeza del Dios que vive humildemente.
Domingo de Ramos: Reconocer la grandeza del Dios que vive humildemente.
Esta semana comienza con una procesión festiva con ramos de olivo: todo el pueblo acoge a Jesús. Los niños y los jóvenes cantan, alaban a Jesús. Pero esta semana se encamina hacia el misterio de la muerte de Jesús y de su resurrección. Hemos escuchado la Pasión del Señor. Nos hará bien hacernos una sola pregunta: ¿Quién soy yo? ¿Quién soy yo ante mi Señor? ¿Quién soy yo ante Jesús que entra con fiesta en Jerusalén? ¿Soy capaz de expresar mi alegría, de alabarlo? ¿O guardo las distancias? ¿Quién soy yo ante Jesús que sufre? Hemos oído muchos nombres, tantos nombres. El grupo de dirigentes religiosos, algunos sacerdotes, algunos fariseos, algunos maestros de la ley, que habían decidido matarlo. Estaban esperando la oportunidad de apresarlo. ¿Soy yo como uno de ellos? También hemos oído otro nombre: Judas. Treinta monedas. ¿Yo soy como Judas? Hemos escuchado otros nombres: los discípulos que no entendían nada, que se durmieron mientras el Señor sufría. Mi vida, ¿está adormecida? ¿O soy como los discípulos, que no entendían lo que significaba traicionar a Jesús? ¿O como aquel otro discípulo que quería resolverlo todo con la espada? ¿Soy yo como ellos? ¿Soy yo como Judas, que finge amar y besa al Maestro para entregarlo, para traicionarlo? ¿Soy yo, un traidor? ¿Soy como aquellos dirigentes que organizan a toda prisa un tribunal y buscan falsos testigos? ¿Soy como ellos? Y cuando hago esto, si lo hago, ¿creo que de este modo salvo al pueblo? ¿Soy yo como Pilato? Cuando veo que la situación se pone difícil, ¿me lavo las manos y no sé asumir mi responsabilidad, dejando que condenen – o condenando yo mismo – a las personas? ¿Soy yo como aquel gentío que no sabía bien si se trataba de una reunión religiosa, de un juicio o de un circo, y que elige a Barrabás? Para ellos da igual: era más divertido, para humillar a Jesús. ¿Soy como los soldados que golpean al Señor, le escupen, lo insultan, se divierten humillando al Señor? ¿Soy como el Cireneo, que volvía del trabajo, cansado, pero que tuvo la buena voluntad de ayudar al Señor a llevar la cruz? ¿Soy como aquellos que pasaban ante la cruz y se burlaban de Jesús : «¡Él era tan valiente!... Que baje de la cruz y creeremos en él»? Mofarse de Jesús... ¿Soy yo como aquellas mujeres valientes, y como la Madre de Jesús, que estaban allí y sufrían en silencio? ¿Soy como José, el discípulo escondido, que lleva el cuerpo de Jesús con amor para enterrarlo? ¿Soy como las dos Marías que permanecen ante el sepulcro llorando y rezando? ¿Soy como aquellos jefes que al día siguiente fueron a Pilato para decirle: «Mira que éste ha dicho que resucitaría. Que no haya otro engaño», y bloquean la vida, bloquean el sepulcro para defender la doctrina, para que no salte fuera la vida? ¿Dónde está mi corazón? ¿A cuál de estas personas me parezco? Que esta pregunta nos acompañe durante toda la semana.
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31
13:34
V Domingo Cuaresma: Ser personas de bendición.
V Domingo Cuaresma: Ser personas de bendición.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! El Evangelio de este quinto domingo de Cuaresma (cf. Jn 8, 1-11), es tan bonito, a mí me gusta mucho leerlo y releerlo. Nos presenta el episodio de la mujer adúltera, poniendo de relieve el tema de la misericordia de Dios, que nunca quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. La escena ocurre en la explanada del Templo. Imagináosla allí, en el atrio [de la basílica de San Pedro]. Jesús está enseñando a la gente, y llegan algunos escribas y fariseos que conducen delante de Él a una mujer sorprendida en adulterio. Esa mujer se encuentra así en el medio entre Jesús y la multitud (cf. v. 3), entre la misericordia del Hijo de Dios y la violencia, la rabia de sus acusadores. En realidad ellos no fueron al Maestro para pedirle su opinión —era gente mala—, sino para tenderle una trampa. De hecho, si Jesús siguiera la severidad de la ley, aprobando la lapidación de la mujer, perdería su fama de mansedumbre y bondad que tanto fascina al pueblo; si en cambio quisiera ser misericordioso, debería ir contra la ley, que Él mismo dijo que no quería abolir sino dar cumplimiento (cf. Mt 5, 17). Y Jesús está en medio de esta situación. Esta mala intención se esconde bajo la pregunta que le plantean a Jesús: «¿Tú que dices?» (v. 5). Jesús no responde, se calla y realiza un gesto misterioso: «inclinándose, se puso a escribir con el dedo en la tierra» (v. 7). Quizás hacía dibujos, algunos dicen que escribía los pecados de los fariseos... de cualquier manera, escribía, estaba en otro lado. De este modo invita a todos a la calma, a no actuar inducidos por la impulsividad, y a buscar la justicia de Dios. Pero aquellos malvados insisten y esperan de él una respuesta. Parecía que tenían sed de sangre. Entonces Jesús levanta la mirada y les dice: «Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra» (v. 7). Esta respuesta desubica los acusadores, los desarma a todos en el sentido estricto de la palabra: todos depusieron las «armas», o sea las piedras listas para ser arrojadas, tanto las visibles contra la mujer, como las escondidas contra Jesús. Y mientras el Señor sigue escribiendo en la tierra, haciendo dibujos, no sé..., los acusadores se van uno tras otro, con la cabeza baja, comenzando por los más ancianos que eran más conscientes de no estar sin pecado. ¡Qué bien nos hace ser conscientes de que también nosotros somos pecadores! Cuando hablamos mal de los otros —todas estas cosas que nosotros conocemos bien—, ¡qué bien nos hará tener el coraje de hacer caer en el suelo las piedras que tenemos para arrojárselas a los demás y pensar un poco en nuestros pecados! Se quedaron allí solos la mujer y Jesús: la miseria y la misericordia, una frente a la otra. Y esto cuántas veces nos sucede a nosotros cuando nos detenemos ante el confesionario, con vergüenza, para hacer ver nuestra miseria y pedir el perdón. «Mujer, ¿dónde están?» (v. 10), le dice Jesús. Y basta esta constatación, y su mirada llena de misericordia y llena de amor, para hacer sentir a esa persona —quizás por primera vez— que tiene una dignidad, que ella no es su pecado, que ella tiene una dignidad de persona, que puede cambiar de vida, puede salir de sus esclavitudes y caminar por una senda nueva. Queridos hermanos y hermanas, esa mujer nos representa a todos nosotros, que somos pecadores, es decir adúlteros ante Dios, traidores a su fidelidad. Y su experiencia representa la voluntad de Dios para cada uno de nosotros: no nuestra condena, sino nuestra salvación a través de Jesús. Él es la gracia que salva del pecado y de la muerte. Él ha escrito en la tierra, en el polvo del que está hecho cada ser humano (cf. Gén 2, 7), la sentencia de Dios: «No quiero que tu mueras, sino que tú vivas». Dios no nos clava a nuestro pecado, no nos identifica con el mal que hemos cometido. Tenemos un nombre y Dios no identifica este nombre con el pecado que hemos cometido. Nos quiere liberar y quiere que también nosotros lo queramos con Él. Quiere que nuestra libertad se convierta del mal al bien, y esto es posible —¡es posible!— con su gracia. Que la Virgen María nos ayude a confiarnos completamente a la misericordia de Dios, para convertirnos en criaturas nuevas.
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13:20
IV Domingo Cuaresma: Experimentar la ALEGRIA del Padre.
IV Domingo Cuaresma: Experimentar la ALEGRIA del Padre.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! En el capítulo quince del Evangelio de san Lucas encontramos las tres parábolas de la misericordia: la de la oveja encontrada (vv. 4-7), la de la moneda encontrada (vv. 8-10), y la gran parábola del hijo pródigo, o mejor, del padre misericordioso (vv. 11-32). Hoy sería bonito que cada uno de nosotros, tomara el Evangelio, este capítulo xv de Lucas, y leyera las tres parábolas. Dentro del itinerario cuaresmal, el Evangelio nos presenta precisamente esta última parábola del padre misericordioso, que tiene como protagonista a un padre con sus dos hijos. El relato nos hace ver algunas características de este padre: es un hombre siempre preparado para perdonar y que espera contra toda esperanza. Sorprende sobre todo su tolerancia ante la decisión del hijo más joven de irse de casa: podría haberse opuesto, sabiendo que todavía es inmaduro, un muchacho joven, o buscar algún abogado para no darle la herencia ya que todavía estaba vivo. Sin embargo le permite marchar, aún previendo los posibles riesgos. Así actúa Dios con nosotros: nos deja libres, también para equivocarnos, porque al crearnos nos ha hecho el gran regalo de la libertad. Nos toca a nosotros hacer un buen uso. ¡Este regalo de la libertad que nos da Dios, me sorprende siempre! Pero la separación de ese hijo es sólo física; el padre lo lleva siempre en el corazón; espera con confianza su regreso, escruta el camino con la esperanza de verlo. Y un día lo ve aparecer a lo lejos (cf. v. 20). Y esto significa que este padre, cada día subía a la terraza para ver si su hijo volvía. Entonces se conmueve al verlo, corre a su encuentro, lo abraza y lo besa. ¡Cuánta ternura! ¡Y este hijo había hecho cosas graves! Pero el padre lo acoge así. La misma actitud reserva el padre al hijo mayor, que siempre ha permanecido en casa, y ahora está indignado y protesta porque no entiende y no comparte toda la bondad hacia el hermano que se había equivocado. El padre también sale al encuentro de este hijo y le recuerda que ellos han estado siempre juntos, tienen todo en común (v. 31), pero es necesario acoger con alegría al hermano que finalmente ha vuelto a casa. Y esto me hace pensar en una cosa: cuando uno se siente pecador, se siente realmente poca cosa, o como he escuchado decir a alguno —muchos—: «Padre, soy una porquería», entonces es el momento de ir al Padre. Por el contrario, cuando uno se siente justo —«Yo siempre he hecho las cosas bien...»—, igualmente el Padre viene a buscarnos porque esa actitud de sentirse justo es una actitud mala: ¡es la soberbia! Viene del diablo. El padre espera a los que se reconocen pecadores y va a buscar a aquellos que se sienten justos. ¡Este es nuestro Padre! En esta parábola también se puede entrever un tercer hijo. ¿Un tercer hijo? ¿Y dónde? ¡Está escondido! Es el que «siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo» (Fil 2, 6-7). ¡Este Hijo-Siervo es Jesús! Es la extensión de los brazos y del corazón del Padre: Él ha acogido al pródigo y ha lavado sus pies sucios; Él ha preparado el banquete para la fiesta del perdón. Él, Jesús, nos enseña a ser «misericordiosos como el Padre». La figura del padre de la parábola desvela el corazón de Dios. Él es el Padre misericordioso que en Jesús nos ama más allá de cualquier medida, espera siempre nuestra conversión cada vez que nos equivocamos; espera nuestro regreso cuando nos alejamos de Él pensando que podemos prescindir de Él; está siempre preparado a abrirnos sus brazos pase lo que pase. Como el padre del Evangelio, también Dios continúa considerándonos sus hijos cuando nos hemos perdido, y viene a nuestro encuentro con ternura cuando volvemos a Él. Y nos habla con tanta bondad cuando nosotros creemos ser justos. Los errores que cometemos, aunque sean grandes, no rompen la fidelidad de su amor. En el sacramento de la Reconciliación podemos siempre comenzar de nuevo: Él nos acoge, nos restituye la dignidad de hijos suyos, y nos dice: «¡Ve hacia adelante! ¡Quédate en paz! ¡Levántate, ve hacia adelante!». En este tramo de la Cuaresma que aún nos separa de la Pascua, estamos llamados a intensificar el camino interior de conversión. Dejémonos alcanzar por la mirada llena de amor de nuestro Padre, y volvamos a Él con todo el corazón, rechazando cualquier compromiso con el pecado. Que la Virgen María nos acompañe hasta el abrazo regenerador con la Divina Misericordia.
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14:01
III Domingo Cuaresma: Conversión = Renacer de Nuevo.
III Domingo Cuaresma: Conversión = Renacer de Nuevo.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! El Evangelio de este tercer domingo de Cuaresma (ver Lc 13, 1-9) nos habla de la misericordia de Dios y de nuestra conversión. Jesús narra la parábola de la higuera estéril. Un hombre ha plantado una higuera en su viña, y con gran confianza todos los veranos va a buscar sus frutos, pero no encuentra ninguno, porque el árbol es estéril. Empujado por esa decepción que se repite durante tres años, piensa en cortar la higuera para plantar otra. Llama al campesino que está en la viña y expresa su insatisfacción, ordenándole que corte el árbol, para no desperdiciar el suelo innecesariamente. Pero el campesino le pide al dueño que sea paciente y que le conceda una prórroga de un año, durante la cual el mismo dedicará más atención a la higuera, para estimular su productividad. Esta es la parábola. ¿Qué representa esta parábola? ¿Qué representan los personajes de esta parábola? El dueño representa a Dios Padre y el viñador es la imagen de Jesús, mientras que la higuera es un símbolo de la humanidad indiferente y árida. Jesús intercede ante el Padre en favor de la humanidad ―y lo hace siempre― y le pide que espere y le conceda un poco más de tiempo para que los frutos del amor y la justicia broten en ella. La higuera de la parábola que el dueño quiere erradicar representa una existencia estéril, incapaz de dar, incapaz de hacer el bien. Es un símbolo de quien vive para sí mismo, sacio y tranquilo, replegado en su comodidad, incapaz de dirigir su mirada y su corazón a aquellos que están cerca de él en un estado de sufrimiento, pobreza y malestar. A esta actitud de egoísmo y esterilidad espiritual se contrapone el gran amor del viñador por la higuera: hace esperar al dueño, tiene paciencia, sabe esperar, le dedica su tiempo y su trabajo. Promete al dueño que prestará una atención especial a ese árbol desafortunado. Y esta similitud del viñador manifiesta la misericordia de Dios, que nos deja un tiempo para la conversión. Todos necesitamos convertirnos, dar un paso adelante, y la paciencia de Dios, la misericordia, nos acompaña en esto. A pesar de la esterilidad, que a veces marca nuestra existencia, Dios tiene paciencia y nos ofrece la posibilidad de cambiar y avanzar por el camino del bien. Pero la prórroga implorada y concedida mientras se espera que el árbol finalmente fructifique, también indica la urgencia de la conversión. El viñador le dice al dueño: «Déjala por este año todavía» (v. 8). La posibilidad de conversión no es ilimitada; por eso hay que tomarla de inmediato. De lo contrario se perdería para siempre. En esta Cuaresma podemos pensar: ¿Qué debo hacer para acercarme al Señor, para convertir, para “cortar” las cosas que no van bien? “No, no, esperaré la próxima Cuaresma”. Pero ¿estarás vivo la próxima Cuaresma? Pensemos hoy, cada uno de nosotros: ¿qué debo hacer ante esta misericordia de Dios que me espera y que siempre perdona? ¿Qué debo hacer? Podemos confiar mucho en la misericordia de Dios, pero sin abusar de ella. No debemos justificar la pereza espiritual, sino aumentar nuestro compromiso de responder con prontitud a esta misericordia con sinceridad de corazón. En el tiempo de Cuaresma, el Señor nos invita a la conversión. Cada uno de nosotros debe sentirse interpelado por esta llamada, corrigiendo algo en nuestras vidas, en nuestra manera de pensar, de actuar y vivir las relaciones con los demás. Al mismo tiempo, debemos imitar la paciencia de Dios que confía en la capacidad de todos para poder “levantarse” y reanudar el viaje. Dios es Padre, y no apaga la llama débil, sino que acompaña y cuida a los débiles para que puedan fortalecerse y aportar su contribución de amor a la comunidad. Que la Virgen María nos ayude a vivir estos días de preparación para la Pascua como un tiempo de renovación espiritual y de confianza abierta a la gracia de Dios y a su misericordia.
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12:23
II Domingo de Cuaresma: CRLUZ.
II Domingo de Cuaresma: CRLUZ.
Queridos hermanos y hermanas El Evangelio de la Liturgia de este segundo domingo de Cuaresma narra la Transfiguración de Jesús (cf. Lc 9, 28-36). Mientras rezaba en un monte alto, Jesús cambia de aspecto, sus vestidos se vuelven blancos y resplandecientes, y en la luz de su gloria aparecen Moisés y Elías, hablando con Él de la Pascua que le espera en Jerusalén, es decir, de su pasión, muerte y resurrección. Testigos de este extraordinario acontecimiento son los apóstoles Pedro, Juan y Santiago, que han subido al monte con Jesús. Nos los imaginamos con los ojos bien abiertos ante aquel espectáculo único. Y ciertamente habrá sido así. Pero el evangelista Lucas señala que «Pedro y sus compañeros estaban cargados de sueño» y que «despertándose vieron la gloria de Jesús» (cf. v. 32). El sueño de los tres discípulos parece como una nota discordante. Más tarde, estos mismos apóstoles se dormirán en Getsemaní, durante la oración angustiosa de Jesús, que les había pedido que velaran (cf. Mc 14, 37-41). Causa asombro esta somnolencia en momentos tan importantes. Pero leyendo con atención, vemos que Pedro, Juan y Santiago se adormecen antes de que comience la Transfiguración, es decir, justo cuando Jesús está en oración. Sucederá lo mismo en Getsemaní. Evidentemente era una oración que se prolongaba, en silencio y recogimiento. Podemos pensar que al principio ellos también estaban rezando, hasta que prevaleció el cansancio, el sueño. Hermanos, hermanas, ¿acaso no se parece este sueño fuera de lugar al sueño que nos entra en momentos que sabemos importantes? Tal vez por la tarde, cuando nos gustaría rezar, pasar un rato con Jesús después de un día de mil carreras y compromisos. O cuando es el momento de intercambiar unas palabras con la familia y ya no tienes fuerzas. Nos gustaría estar más despiertos, atentos, implicados, para no perder ocasiones únicas, pero no podemos, o lo hacemos de cualquier manera y poco. El tiempo fuerte de la Cuaresma es una oportunidad en este sentido. Es un período en el que Dios quiere despertarnos del letargo interior, de esta somnolencia que no deja que el Espíritu se exprese. Porque —no lo olvidemos nunca— mantener el corazón despierto no depende solo de nosotros: es una gracia, y hay que pedirla. Los tres discípulos del Evangelio así lo demuestran: eran buenos, habían seguido a Jesús al monte, pero solo con sus fuerzas no conseguían mantenerse despiertos. Nos sucede también a nosotros. Pero se despiertan justo durante la Transfiguración. Podemos pensar que fue la luz de Jesús la que los despertó. Como ellos, también nosotros necesitamos la luz de Dios, que nos hace ver las cosas de otra manera; nos atrae, nos despierta, reaviva el deseo y la fuerza de rezar, de mirar dentro de nosotros y dedicar tiempo a los demás. Podemos vencer la fatiga del cuerpo con la fuerza del Espíritu de Dios. Y cuando no podamos superar esto, debemos decirle al Espíritu Santo: “Ayúdanos. Ven, ven Espíritu Santo. Ayúdame: quiero encontrar a Jesús, quiero estar atento, despierto”. Pedirle al Espíritu Santo que nos saque de esta somnolencia que nos impide rezar. En este tiempo de Cuaresma, después de las fatigas de cada día, nos hará bien no apagar la luz de la habitación sin antes ponernos bajo la luz de Dios. Rezar un poco antes de dormir. Démosle al Señor la oportunidad de sorprendernos y despertar nuestro corazón. Esto lo podemos hacer, por ejemplo, abriendo el Evangelio y dejándonos asombrar por la Palabra de Dios, porque la Escritura ilumina nuestros pasos e inflama nuestro corazón. O podemos mirar el Crucifijo y maravillarnos ante el amor loco de Dios, que nunca se cansa de nosotros y tiene el poder de transfigurar nuestros días, de darles un nuevo sentido, una luz diferente, una luz inesperada. Que la Virgen María nos ayude a mantener nuestro corazón despierto para acoger este tiempo de gracia que Dios nos ofrece.
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42
14:35
I Domingo Cuaresma: Ganar el partido a la tentación.
I Domingo Cuaresma: Ganar el partido a la tentación.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! El Evangelio de este primer domingo de Cuaresma (cf. Lc 4, 1-13) narra la experiencia de las tentaciones de Jesús en el desierto. Después de ayunar durante cuarenta días, Jesús es tentado tres veces por el diablo. Primero lo invita a que convierta una piedra en pan (v. 3); luego le muestra desde una altura los reinos de la tierra y le plantea convertirse en un mesías poderoso y glorioso (versículos 5-6); finalmente, lo lleva a la cima del templo en Jerusalén y lo invita a que se arroje desde allí para manifestar su poder divino de una manera espectacular (versículos 9-11). Las tres tentaciones indican tres caminos que el mundo siempre propone prometiendo grandes éxitos, tres caminos para engañarnos: la codicia de poseer ―tener, tener, tener― la gloria humana y la instrumentalización de Dios. Son tres caminos que nos llevarán a la ruina. La primera, el camino de la codicia de poseer. Esta es siempre la lógica insidiosa del diablo. Empieza por la necesidad natural y legítima de comer, de vivir, de realizarse, de ser feliz, para empujarnos a creer que todo esto es posible sin Dios e incluso contra Él. Pero Jesús se opone diciendo: «Está escrito: “No solo de pan vive el hombre”» (v. 4). Recordando el largo camino del pueblo elegido a través del desierto, Jesús afirma que quiere abandonarse con confianza plena a la providencia del Padre, que siempre cuida de sus hijos. La segunda tentación: el camino de la gloria humana. El diablo dice: «Si me adoras, todo será tuyo» (v. 7). Uno puede perder toda su dignidad personal, si se deja corromper por los ídolos del dinero, del éxito y del poder, para alcanzar la autoafirmación. Y se saborea la ebriedad de una alegría vacía que muy pronto se desvanece. Y esto también nos lleva a pavonearnos, la vanidad, pero esto se desvanece. Por eso Jesús responde: «Adorarás al Señor tu Dios y solo a Él darás culto» (versículo 8). Y luego la tercera tentación: instrumentalizar a Dios en beneficio propio. Al diablo que, citando las Escrituras, lo invita a obtener de Dios un milagro sorprendente, Jesús opone nuevamente la firme decisión de permanecer humilde, de permanecer confiado ante el Padre: «Está dicho: “No tentarás al Señor tu Dios”» (v. 12). Y así rechaza la tentación quizás más sutil: la de querer “poner a Dios de nuestro lado”, pidiéndole gracias que, en realidad, sirven y servirán para satisfacer nuestro orgullo. Estos son los caminos que nos presentan, con la ilusión de poder alcanzar el éxito y la felicidad. Pero, en realidad, son completamente ajenos a la manera de actuar de Dios; de hecho, nos separan de Dios, porque son obra de Satanás. Jesús, enfrentando estas pruebas en primera persona, vence la tentación tres veces para adherirse completamente al plan del Padre. Y nos indica los remedios: la vida interior, la fe en Dios, la certeza de su amor, la certeza de que Dios nos ama, de que es Padre, y con esta certeza superaremos toda tentación. Pero hay una cosa, sobre la que me gustaría llamar la atención, una cosa interesante. Jesús al responder al tentador no entra en el diálogo, sino que responde a los tres desafíos solo con la Palabra de Dios. Esto nos enseña que con el diablo uno no dialoga, uno no debe dialogar, se le responde solamente con la Palabra de Dios. Aprovechemos, pues, la Cuaresma, como un tiempo privilegiado para purificarnos, para experimentar la presencia consoladora de Dios en nuestras vidas. La intercesión materna de la Virgen María, un ícono de la fidelidad a Dios, nos sostenga en nuestro camino, ayudándonos siempre a rechazar el mal y a acoger el bien.
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13:35
Miércoles de Ceniza: Inicio del "Plan Renove" espiritual.
Miércoles de Ceniza: Inicio del "Plan Renove" espiritual.
«Rasgad vuestros corazones, no vuestros vestidos» (Jl 2, 13). Con estas penetrantes palabras del profeta Joel, la liturgia nos introduce hoy en la Cuaresma, indicando en la conversión del corazón la característica de este tiempo de gracia. El llamamiento profético constituye un desafío para todos nosotros, ninguno excluido, y nos recuerda que la conversión no se reduce a formas exteriores o a vagos propósitos, sino que implica y transforma toda la existencia a partir del centro de la persona, desde la conciencia. Estamos invitados a emprender un camino en el cual, desafiando la rutina, nos esforzamos por abrir los ojos y los oídos, pero sobre todo, abrir el corazón, para ir más allá de nuestro «huertecito». Abrirse a Dios y a los hermanos. Sabemos que este mundo cada vez más artificial nos hace vivir en una cultura del «hacer», de lo «útil», donde sin darnos cuenta excluimos a Dios de nuestro horizonte. Pero excluimos también el horizonte mismo. La Cuaresma nos llama a «espabilarnos», a recordarnos que somos creaturas, sencillamente que no somos Dios. Cuando veo en el pequeño ambiente cotidiano algunas luchas de poder por ocupar sitios, pienso: esta gente juega a ser Dios creador. Aún no se han dado cuenta de que no son Dios. Y también en relación con los demás corremos el riesgo de cerrarnos, de olvidarlos. Pero sólo cuando las dificultades y los sufrimientos de nuestros hermanos nos interpelan, sólo entonces podemos iniciar nuestro camino de conversión hacia la Pascua. Es un itinerario que comprende la cruz y la renuncia. El Evangelio de hoy indica los elementos de este camino espiritual: la oración, el ayuno y la limosna (cf. Mt 6, 1-6.16-18). Los tres comportan la necesidad de no dejarse dominar por las cosas que aparentan: lo que cuenta no es la apariencia. El valor de la vida no depende de la aprobación de los demás o del éxito, sino de lo que tenemos dentro. El primer elemento es la oración. La oración es la fuerza del cristiano y de cada persona creyente. En la debilidad y en la fragilidad de nuestra vida, podemos dirigirnos a Dios con confianza de hijos y entrar en comunión con Él. Ante tantas heridas que nos hacen daño y que nos podrían endurecer el corazón, estamos llamados a sumergirnos en el mar de la oración, que es el mar inmenso de Dios, para gustar su ternura. La Cuaresma es tiempo de oración, de una oración más intensa, más prolongada, más asidua, más capaz de hacerse cargo de las necesidades de los hermanos; oración de intercesión, para interceder ante Dios por tantas situaciones de pobreza y sufrimiento. El segundo elemento significativo del camino cuaresmal es el ayuno. Debemos estar atentos a no practicar un ayuno formal, o que en verdad nos «sacia» porque nos hace sentir satisfechos. El ayuno tiene sentido si verdaderamente menoscaba nuestra seguridad, e incluso si de ello se deriva un beneficio para los demás, si nos ayuda a cultivar el estilo del Buen Samaritano, que se inclina sobre el hermano en dificultad y se ocupa de él. El ayuno comporta la elección de una vida sobria, en su estilo; una vida que no derrocha, una vida que no «descarta». Ayunar nos ayuda a entrenar el corazón en la esencialidad y en el compartir. Es un signo de toma de conciencia y de responsabilidad ante las injusticias, los atropellos, especialmente respecto a los pobres y los pequeños, y es signo de la confianza que ponemos en Dios y en su providencia. Tercer elemento, es la limosna: ella indica la gratuidad, porque en la limosna se da a alguien de quien no se espera recibir algo a cambio. La gratuidad debería ser una de las características del cristiano, que, consciente de haber recibido todo de Dios gratuitamente, es decir, sin mérito alguno, aprende a donar a los demás gratuitamente. Hoy, a menudo, la gratuidad no forma parte de la vida cotidiana, donde todo se vende y se compra. Todo es cálculo y medida. La limosna nos ayuda a vivir la gratuidad del don, que es libertad de la obsesión del poseer, del miedo a perder lo que se tiene, de la tristeza de quien no quiere compartir con los demás el propio bienestar. Con sus invitaciones a la conversión, la Cuaresma viene providencialmente a despertarnos, a sacudirnos del torpor, del riesgo de seguir adelante por inercia. La exhortación que el Señor nos dirige por medio del profeta Joel es fuerte y clara: «Convertíos a mí de todo corazón» (Jl 2, 12). ¿Por qué debemos volver a Dios? Porque algo no está bien en nosotros, no está bien en la sociedad, en la Iglesia, y necesitamos cambiar, dar un viraje. Y esto se llama tener necesidad de convertirnos. Una vez más la Cuaresma nos dirige su llamamiento profético, para recordarnos que es posible realizar algo nuevo en nosotros mismos y a nuestro alrededor, sencillamente porque Dios es fiel, es siempre fiel, porque no puede negarse a sí mismo, sigue siendo rico en bondad y misericordia, y está siempre dispuesto a perdonar y recomenzar de nuevo. Con esa confianza filial, pongámonos en camino.
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15:27
Domingo VIII T.O: Reconocer que somos guias ciegos.
Domingo VIII T.O: Reconocer que somos guias ciegos.
ueridos hermanos y hermanas,, ¡buenos días! El pasaje del Evangelio de hoy presenta parábolas breves, con las cuales Jesús quiere señalar a sus discípulos el camino a seguir para vivir sabiamente. Con la pregunta: «¿Podrá un ciego guiar a otro ciego?» (Lc 6, 39), quiere subrayar que un guía no puede ser ciego, sino que debe ver bien, es decir, debe poseer la sabiduría para guiar con sabiduría, de lo contrario corre el peligro de perjudicar a las personas que dependen de él. Así, Jesús llama la atención de aquellos que tienen responsabilidades educativas o de mando: los pastores de almas, las autoridades públicas, los legisladores, los maestros, los padres, exhortándoles a que sean conscientes de su delicado papel y a discernir siempre el camino acertado para conducir a las personas. Y Jesús toma prestada una expresión sapiencial para indicarse como modelo de maestro y guía a seguir: «No está el discípulo por encima del maestro. Todo el que esté bien formado será como su maestro» (v. 40). Es una invitación a seguir su ejemplo y su enseñanza para ser guías seguros y sabios. Y esta enseñanza está encerrada, sobre todo, en el Sermón de la Montaña, que desde hace tres domingos la liturgia nos propone en el Evangelio, indicando la actitud de mansedumbre y de misericordia para ser personas sinceras, humildes y justas. En el pasaje de hoy encontramos otra frase significativa, que nos exhorta a no ser presuntuosos e hipócritas. Dice así: «¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo?» (v. 41). Muchas veces, lo sabemos, es más fácil o más cómodo percibir y condenar los defectos y los pecados de los demás, sin darnos cuenta de los nuestros con la misma claridad. Siempre escondemos nuestros defectos, también a nosotros mismos; en cambio, es fácil ver los defectos de los demás. La tentación es ser indulgente con uno mismo ―manga ancha con uno mismo― y duro con los demás. Siempre es útil ayudar a otros con consejos sabios, pero mientras observamos y corregimos los defectos de nuestro prójimo, también debemos ser conscientes de que tenemos defectos. Si creo que no los tengo, no puedo condenar o corregir a los demás. Todos tenemos defectos: todos. Debemos ser conscientes de ello y, antes de condenar a los otros, mirar dentro de nosotros mismos. Así, podemos actuar de manera creíble, con humildad, dando testimonio de la caridad. ¿Cómo podemos entender si nuestro ojo está libre o si está obstaculizado por una viga? De nuevo es Jesús quien nos lo dice: «No hay árbol bueno que dé fruto malo, y, a la inversa, no hay árbol malo que dé fruto bueno. Cada árbol se conoce por su fruto» (vv.43-44). El fruto son las acciones, pero también las palabras. La calidad del árbol también se conoce de las palabras. Efectivamente, quien es bueno saca de su corazón y de su boca el bien y quien es malo saca el mal, practicando el ejercicio más dañino entre nosotros, que es la murmuración, el chismorreo, hablar mal de los demás. Esto destruye; destruye la familia, destruye la escuela, destruye el lugar de trabajo, destruye el vecindario. Por la lengua empiezan las guerras. Pensemos un poco en esta enseñanza de Jesús y preguntémonos: ¿Hablo mal de los demás? ¿Trato siempre de ensuciar a los demás? ¿Es más fácil para mí ver los defectos de otras personas que los míos? Y tratemos de corregirnos al menos un poco: nos hará bien a todos. Invoquemos el apoyo y la intercesión de María para seguir al Señor en este camino.
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Domingo VII T.O: "Maximizar" el Amor.
Domingo VII T.O: "Maximizar" el Amor.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! El Evangelio de este domingo (cf. Lc 6, 27-38) se refiere a un punto central y característico de la vida cristiana: el amor por los enemigos. Las palabras de Jesús son claras: «Yo os digo a los que me escucháis: Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen» (versículos 27-28) ). Y esto no es una opción, es un mandato. No es para todos, sino para los discípulos, que Jesús llama “a los que me escucháis”. Él sabe muy bien que amar a los enemigos va más allá de nuestras posibilidades, pero para esto se hizo hombre: no para dejarnos así como somos, sino para transformarnos en hombres y mujeres capaces de un amor más grande, el de su Padre y el nuestro. Este es el amor que Jesús da a quienes lo “escuchan”. ¡Y entonces se hace posible! Con él, gracias a su amor, a su Espíritu, también podemos amar a quienes no nos aman, incluso a quienes nos hacen daño. De este modo, Jesús quiere que en cada corazón el amor de Dios triunfe sobre el odio y el rencor. La lógica del amor, que culmina en la Cruz de Cristo, es la señal distintiva del cristiano y nos lleva a salir al encuentro de todos con un corazón de hermanos. Pero, ¿cómo es posible superar el instinto humano y la ley mundana de la represalia? La respuesta la da Jesús en la misma página del Evangelio: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (vers. 36). Quien escucha a Jesús, quien se esfuerza por seguirlo aunque cueste, se convierte en hijo de Dios y comienza a parecerse realmente al Padre que está en el cielo. Nos volvemos capaces de cosas que nunca hubiéramos pensado que podríamos decir o hacer, y de las cuales nos habríamos avergonzado, pero que ahora nos dan alegría y paz. Ya no necesitamos ser violentos, con palabras y gestos; nos descubrimos capaces de ternura y bondad; y sentimos que todo esto no viene de nosotros sino de Él, y por lo tanto no nos jactamos de ello, sino que estamos agradecidos. No hay nada más grande y más fecundo que el amor: confiere a la persona toda su dignidad, mientras que, por el contrario, el odio y la venganza la disminuyen, desfigurando la belleza de la criatura hecha a imagen de Dios. Este mandato, de responder al insulto y al mal con el amor, ha generado una nueva cultura en el mundo: la «cultura de la misericordia —¡debemos aprenderla bien! Y practicarla bien esta cultura de la misericordia—, que da vida a una verdadera revolución» (Cart. Ap. Misericordia et misera, 20). Es la revolución del amor, cuyos protagonistas son los mártires de todos los tiempos. Y Jesús nos asegura que nuestro comportamiento, marcado por el amor por aquellos que nos han hecho daño, no será en vano. Él dice: «Perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará [...] porque con la medida con que midáis, se os medirá» (vers. 37-38). Esto es hermoso. Será algo hermoso que Dios nos dará si somos generosos, misericordiosos. Debemos perdonar porque Dios nos ha perdonado y él siempre nos perdona. Si no perdonamos completamente, no podemos pretender ser completamente perdonados. En cambio, si nuestros corazones se abren a la misericordia, si el perdón se sella con un abrazo fraternal y los lazos de comunión se fortalecen, proclamamos ante el mundo que es posible vencer el mal con el bien. A veces es más fácil para nosotros recordar las injusticias que hemos sufrido y el mal que nos han hecho y no las cosas buenas; hasta el punto de que hay personas que tienen este hábito y se convierte en una enfermedad. Son “coleccionistas de injusticias”: solo recuerdan las cosas malas que les han hecho. Y este no es el camino. Tenemos que hacer lo contrario, dice Jesús. Recordar las cosas buenas, y cuando alguien viene con una habladuría y habla mal de otro, decir: “Sí, quizás... pero tiene esto de bueno...”. Invertir el discurso. Esta es la revolución de la misericordia. Que la Virgen María nos ayude a dejarnos tocar el corazón con esta santa palabra de Jesús, ardiente como fuego, que nos transforma y nos hace capaces de hacer el bien sin querer nada a cambio, hacer el bien sin querer nada a cambio, testimoniando en todas partes la victoria del amor.
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Domingo VI T.O: Revisarse en el espejo de las bienaventuranzas.
Domingo VI T.O: Revisarse en el espejo de las bienaventuranzas.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! El Evangelio de hoy (cf. Lc 6, 17-20-26) nos presenta las Bienaventuranzas en la versión de San Lucas. El texto está articulado en cuatro Bienaventuranzas y cuatro oniciones formuladas con la expresión “¡ay de vosotros!”. Con estas palabras, fuertes e incisivas, Jesús nos abre los ojos, nos hace ver con su mirada, más allá de las apariencias, más allá de la superficie, y nos enseña a discernir las situaciones con la fe. Jesús declara bienaventurados a los pobres, a los hambrientos, a los afligidos, a los perseguidos; y amonesta a los ricos, saciados, que ríen y son aclamados por la gente. La razón de esta bienaventuranza paradójica radica en el hecho de que Dios está cerca de los que sufren e interviene para liberarlos de su esclavitud; Jesús lo ve, ya ve la bienaventuranza más allá de la realidad negativa. E igualmente, el “¡ay de vosotros!”, dirigido a quienes hoy se divierten sirve para “despertarlos” del peligroso engaño del egoísmo y abrirlos a la lógica del amor, mientras estén a tiempo de hacerlo. La página del Evangelio de hoy nos invita, pues, a reflexionar sobre el profundo significado de tener fe, que consiste en fiarnos totalmente del Señor. Se trata de derribar los ídolos mundanos para abrir el corazón al Dios vivo y verdadero; solo él puede dar a nuestra existencia esa plenitud tan deseada y sin embargo tan difícil de alcanzar. Hermanos y hermanas, hay muchos, también en nuestros días, que se presentan como dispensadores de felicidad: vienen y prometen éxito en poco tiempo, grandes ganancias al alcance de la mano, soluciones mágicas para cada problema, etc. Y aquí es fácil caer sin darse cuenta en el pecado contra el primer mandamiento: es decir, la idolatría, reemplazando a Dios con un ídolo. ¡La idolatría y los ídolos parecen cosas de otros tiempos, pero en realidad son de todos los tiempos! También de hoy. Describen algunas actitudes contemporáneas mejor que muchos análisis sociológicos. Por eso Jesús abre nuestros ojos a la realidad. Estamos llamados a la felicidad, a ser bienaventurados, y lo somos desde el momento en que nos ponemos de la parte de Dios, de su Reino, de la parte de lo que no es efímero, sino que perdura para la vida eterna. Nos alegramos si nos reconocemos necesitados ante Dios, y esto es muy importante: “Señor, te necesito”, y si como Él y con Él estamos cerca de los pobres, de los afligidos y de los hambrientos. Nosotros también lo somos ante Dios: somos pobres, afligidos, tenemos hambre ante Dios. Somos capaces de alegría cada vez que, poseyendo los bienes de este mundo, no los convertimos en ídolos a los que vender nuestra alma, sino que somos capaces de compartirlos con nuestros hermanos. Hoy, la liturgia nos invita una vez más a cuestionarnos y a hacer la verdad en nuestros corazones. Las Bienaventuranzas de Jesús son un mensaje decisivo, que nos empuja a no depositar nuestra confianza en las cosas materiales y pasajeras, a no buscar la felicidad siguiendo a los vendedores de humo —que tantas veces son vendedores de muerte—, a los profesionales de la ilusión. No hay que seguirlos, porque son incapaces de darnos esperanza. El Señor nos ayuda a abrir los ojos, a adquirir una visión más penetrante de la realidad, a curarnos de la miopía crónica que el espíritu mundano nos contagia. Con su palabra paradójica nos sacude y nos hace reconocer lo que realmente nos enriquece, nos satisface, nos da alegría y dignidad. En resumen, lo que realmente da sentido y plenitud a nuestras vidas. ¡Qué la Virgen María nos ayude a escuchar este Evangelio con una mente y un corazón abiertos, para que dé fruto en nuestras vidas y seamos testigos de la felicidad que no defrauda, la de Dios que nunca defrauda!
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12:10
Domingo V T.O: Nunca dejar de remar mar adentro.
Domingo V T.O: Nunca dejar de remar mar adentro.
ueridos hermanos y hermanas, ¡Buenos días! El Evangelio de hoy (cf. Lc 5, 1-11) narra, en el relato de Lucas, la llamada de San Pedro. Su nombre, lo sabemos, era Simón y era pescador. Jesús, en la orilla del lago de Galilea, lo ve mientras está arreglando las redes, junto con otros pescadores. Lo encuentra fatigado y decepcionado, porque esa noche no habían pescado nada. Y Jesús lo sorprende con un gesto inesperado: se sube a su barca y le pide que se aleje un poco de tierra porque quiere hablar a la gente desde allí, había mucha gente. Entonces Jesús se sienta en la barca de Simón y enseña a la multitud reunida a lo largo de la orilla. Pero sus palabras también reabren a la confianza el corazón de Simón. Entonces Jesús, con otro “gesto” sorprendente, le dice: «Boga mar adentro y echad vuestras redes para pescar» (v. 4). Simón responde con una objeción: «Maestro, hemos estado bregando todo la noche y no hemos pescado nada ...». Y, como experto pescador, podría haber agregado: “Si no hemos pescado por la noche, mucho menos vamos a pescar de día”. En cambio, inspirado por la presencia de Jesús e iluminado por su Palabra, dice: «...pero, en tu palabra, echaré las redes» (v. 5). Es la respuesta de la fe, que nosotros también estamos llamados a dar; es la actitud de disponibilidad que el Señor pide a todos sus discípulos, sobre todo a aquellos que tienen tareas de responsabilidad en la Iglesia. Y la obediencia confiada de Pedro genera un resultado prodigioso: «Y, haciéndolo así, pescaron gran cantidad de peces» (v. 6). Es una pesca milagrosa, un signo del poder de la palabra de Jesús: cuando nos ponemos con generosidad a su servicio, Él obra grandes cosas en nosotros. Así actúa con cada uno de nosotros: nos pide que lo acojamos en la barca de nuestra vida, para recomenzar con él a surcar un nuevo mar, que se revela cuajado de sorpresas. Su invitación a salir al mar abierto de la humanidad de nuestro tiempo, a ser testigos de la bondad y la misericordia, da un nuevo significado a nuestra existencia, que a menudo corre el riesgo de replegarse sobre sí misma. A veces, podemos sentirnos sorprendidos y titubeantes ante la llamada del Maestro Divino, y tentados a rechazarlo porque no nos sentimos a la altura. Incluso Pedro, después de aquella pesca increíble, le dijo a Jesús: «Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (v. 8). Esta humilde oración es hermosa: “Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador”. Pero lo dijo de rodillas ante Aquel que ahora reconoce como “Señor”. Y Jesús lo alienta diciendo: «No temas. Desde ahora serás pescador de hombres» (v. 10), porque Dios, si confiamos en Él, nos libra de nuestro pecado y nos abre un nuevo horizonte: colaborar en su misión. El mayor milagro realizado por Jesús para Simón y los demás pescadores decepcionados y cansados, no es tanto la red llena de peces, como haberlos ayudado a no caer víctimas de la decepción y el desaliento ante las derrotas. Les abrió el horizonte de convertirse en anunciadores y testigos de su palabra y del reino de Dios. Y la respuesta de los discípulos fue rápida y total: «Llevaron a tierra las barcas y dejando todo lo siguieron» (v. 11). ¡Qué la Santísima Virgen, modelo de pronta adhesión a la voluntad de Dios, nos ayude a sentir la fascinación de la llamada del Señor y nos haga disponibles a colaborar con él para difundir su palabra de salvación en todas partes!
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Presentación del Señor al Templo: Reconocer a la LUZ del mundo.
Presentación del Señor al Templo: Reconocer a la LUZ del mundo.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! Hoy celebramos la Fiesta de la Presentación del Señor: cuando la Virgen María y San José presentaron a Jesús recién nacido en el templo. En esta fecha también celebramos el Día de la Vida Consagrada, que nos recuerda el gran tesoro dentro de la Iglesia que suponen aquellos que siguen de cerca al Señor al profesar los consejos evangélicos. El Evangelio (cf. Lucas 2, 22-40) cuenta que, cuarenta días después de su nacimiento, los padres de Jesús llevaron al Niño a Jerusalén para consagrarlo a Dios, como prescribe la ley judía. Y, mientras describe un rito previsto por la tradición, este episodio llama nuestra atención sobre el comportamiento de algunos personajes. Están reflejados en el momento en que experimentan el encuentro con el Señor en el lugar donde se hace presente y cercano al hombre. Estos son María y José, Simeón y Ana, que son modelos de acogida y entrega de sus vidas a Dios. Estos cuatro no eran iguales, eran todos diferentes, pero todos buscaban a Dios y se dejaban guiar por el Señor. El evangelista Lucas describe a los cuatro en una doble actitud: actitud de movimiento y actitud de iración. La primera actitud es el movimiento. María y José se ponen en camino hacia Jerusalén; por su parte, Simeón, movido por el Espíritu, va al templo, mientras que Ana sirve a Dios día y noche sin descanso. De esta manera, los cuatro protagonistas del pasaje evangélico nos muestran que la vida cristiana requiere dinamismo y requiere la voluntad de caminar, dejándose guiar por el Espíritu Santo. El inmovilismo no se corresponde con el testimonio cristiano y la misión de la Iglesia. El mundo necesita cristianos que se dejen conmover, que no se cansen de andar por las calles de la vida, para llevar a todos la palabra consoladora de Jesús. Todo bautizado ha recibido la vocación de proclamar, de anunciar algo, de anunciar a Jesús, la vocación a la misión evangelizadora: ¡anunciar a Jesús! Las parroquias y las diversas comunidades eclesiales están llamadas a fomentar el compromiso de los jóvenes, las familias y los ancianos, para que todos tengan una experiencia cristiana, viviendo la vida y la misión de la Iglesia como protagonistas. La segunda actitud con la que San Lucas presenta a los cuatro personajes de la historia es la iración. María y José «estaban irados de lo que se decía de él [de Jesús]» (v. 33). La iración es también una reacción explícita del viejo Simeón, que en el Niño Jesús ve con sus ojos la salvación obrada por Dios en nombre de su pueblo: esa salvación que había estado esperando durante años. Y lo mismo ocurre con Ana, que también «alababa a Dios» (v. 38) y hablaba de Jesús a la gente. Es una santa habladora, hablaba bien, hablaba de cosas buenas, no de cosas malas. Decía, anunciaba: una santa que iba de una mujer a otra mostrándoles a Jesús. Estas figuras de creyentes están envueltas en la iración, porque se dejaron capturar e involucrar por los eventos que estaban sucediendo ante sus ojos. La capacidad de maravillarse ante las cosas que nos rodean favorece la experiencia religiosa y hace fructífero el encuentro con el Señor. Por el contrario, la incapacidad de irar nos hace indiferentes y amplía la distancia entre el viaje de la fe y la vida cotidiana. ¡Hermanos y hermanas, siempre en movimiento y dejándonos abiertos a la iración! Que la Virgen María nos ayude a contemplar cada día en Jesús el Don de Dios para nosotros, y a dejarnos implicar por Él en el movimiento del don, con alegre iración, para que toda nuestra vida se convierta en una alabanza a Dios al servicio de nuestros hermanos.
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