
No mires el faro de Punta Quebrada 62592p
Descripción de No mires el faro de Punta Quebrada 523953
En Punta Quebrada, un pueblo costero olvidado por el tiempo, hay un faro que nunca debió encenderse de nuevo. Cuentan los viejos pescadores que su luz azul no guía… sino que busca. En este episodio, exploramos testimonios de desapariciones, susurros marinos y la posibilidad de que el faro sea más que una estructura: una grieta en la realidad. 5l405c
Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.
Dicen que en Punta Quebrada, un pueblo costero olvidado, la niebla nunca se disipa del todo.
Es un lugar donde las casas crujen como huesos viejos, y la sal del mar corroe no solo la madera, sino también las memorias.
La gente vive entre mareas y supersticiones, siempre mirando de reojo hacia el horizonte.
De todas las historias que se arrastran por las calles empedradas, hay una que pesa más que el resto, la del faro viejo, el que aún corona el acantilado más alejado del pueblo, donde ni siquiera las gaviotas se atreven a posar.
Desde hace décadas el faro permanece ciego y en ruinas, oxidándose en silencio.
O al menos eso debería ser.
Algunos dicen que en ciertas noches, cuando la niebla se espesa como sopa rancia, una luz azul, enferma y pulsante, comienza a girar desde lo alto de la torre.
No es una luz normal, no busca advertir a los barcos, parece más bien buscar algo en la costa, algo entre nosotros.
La primera vez que oí de ella fue en la cantina de Don Ezequiel, un pescador de manos curtidas que había bebido ron barato para calmar su miedo.
Me contó, apenas en susurros, que su hermano mayor había regresado del mar una madrugada de marzo y vio el faro encendido.
La luz lo atrapó.
No podía apartar la mirada, como si cada pulso se llevara un latido de su corazón.
Desvió su bote hacia la costa, encayó entre las rocas, y fue hallado horas después, en la arena, balbuceando palabras en un idioma que nadie del pueblo pudo entender.
A los dos días desapareció, solo quedaron sus botas y una cuerda rota.
Luego hablé con Lucía, quien una tarde de invierno sintió que la bruma misma la llamaba por su nombre.
No era una voz humana, era algo más, algo que vibraba dentro de su pecho, como un eco de una llamada marina.
Corrió sin mirar atrás, la abuela de Lucía, curtida en supersticiones y silencios, la obligó a dormir, rodeada de sal y ajengo, durante siete noches, para despegar el anzuelo, como decía ella.
Y después están los desaparecidos.
Siempre ocurren igual.
Siempre la luz aparece.
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