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Frecuencias Salvajes
El cuarto sin eco

El cuarto sin eco wx3w

1/5/2025 · 09:53
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Frecuencias Salvajes

Descripción de El cuarto sin eco i6z36

En este episodio de Frecuencias Salvajes, exploramos un fenómeno inquietante: una sala sin eco en un edificio común. Lo que parecía un simple detalle arquitectónico se convierte en una obsesión para quien la descubre. ¿Puede el silencio ser una trampa? Un relato sonoro de misterio, despersonalización y lugares que no deberían existir. Escucha este podcast de terror corto con ambientación envolvente y estilo creepypasta. 3h736d

Lee el podcast de El cuarto sin eco

Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.

No sé si esto sea una advertencia, una confesión o simplemente una forma de no enloquecer.

Todo empezó cuando cambié de casa.

Fue una mudanza rápida.

Tenía que salir de donde vivía.

Problemas con los vecinos, con el casero, con el silencio que nunca era suficiente.

El departamento nuevo era viejo.

Piso de madera, paredes amarillentas por la humedad y techos altos que olían a polvo seco.

Una de esas construcciones de los años cuarenta que siguen de pie porque nadie se ha atrevido a tirarlas.

Era barato, muy barato.

Cuando fui a verlo, pensé que estaba en mal estado o que había algo oculto.

Pero la señora de la inmobiliaria solo dijo, a veces se oyen ruidos de cañerías, nada grave.

Firmé sin pensarlo demasiado.

Necesitaba silencio.

Me instalé en una semana.

Llevaba pocas cosas.

Una cama, una mesa, un par de sillas, mis libros, la computadora, una cafetera vieja.

Y ahí estaba, por fin, con el sonido apagado del mundo por fuera.

No fue hasta la tercera noche que noté la habitación.

Era un espacio extraño al fondo del pasillo, sin puerta.

Solo un marco de madera descascarada que daba paso a un cuarto cuadrado sin ventanas.

Nunca me había fijado en él.

Juraría que no estaba ahí cuando me mudé.

O quizá estaba, pero no lo registré.

Entré con una taza de café en la mano.

Y algo me golpeó de inmediato.

Un silencio total.

No como el silencio de la madrugada o el de una casa vacía.

Era otra cosa.

Un silencio que no rebotaba.

Hablé.

Dije, hola.

Y el sonido se murió en seco, como si lo hubiera absorbido el aire.

Probé a palmear las manos y a golpear la pared con los nudillos.

Nada.

Ni eco.

Ni resonancia.

Al principio pensé que sería algún tipo de aislante acústico.

Pero las paredes eran de concreto desnudo, con grietas finas como venas secas.

Un olor tenue a yeso y metal oxidado.

Nada más.

Las semanas pasaron.

Empecé a usar esa habitación como bodega improvisada.

Dejaba cajas ahí dentro, libros, ropa que no usaba, herramientas, una radio portátil.

Pero algo comenzó a cambiar.

Cada vez que entraba, la habitación parecía un poco más profunda.

No mucho.

Unos centímetros, tal vez, como si alguien hubiera empujado el muro del fondo hacia atrás.

Pensé que eran imaginaciones.

Que la mente juega trucos cuando uno vive solo.

Entonces empezaron los sueños.

Siempre el mismo.

Yo de pie frente al umbral, mirando hacia adentro.

Escuchando pasos.

Pasos lentos, descalzos, que cruzaban el cuarto de lado a lado.

Pero sin eco.

Como si caminaran sobre algo blando.

Una noche desperté con la radio portátil encendida.

Emitía un zumbido fuerte.

Como un pulso de respiración maquinal.

No tenía pilas.

Nunca le puse.

A veces, objetos desaparecían.

Dejaba el celular sobre la mesa del comedor y lo encontraba en esa habitación.

O una cuchara.

O el vaso de agua.

O el teléfono.

O el celular.

O el vaso de agua.

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