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Un alma de Dios de Gustave Flaubert

Un alma de Dios de Gustave Flaubert l266b

3/4/2025 · 01:28:34
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La voz que te cuenta audiolibros

Descripción de Un alma de Dios de Gustave Flaubert 142yz

Un alma de Dios es una obra breve y profunda, en la que Gustave Flaubert alcanza una rara pureza narrativa. Con lenguaje preciso y sin excesos, traza el retrato de una existencia callada, donde el amor y la fe toman formas humildes. La mirada del autor es sobria, pero cargada de una compasión contenida que conmueve sin buscarlo. Todo en el relato respira autenticidad: los gestos, los silencios, los pequeños detalles de la vida diaria. Hay una belleza serena en lo cotidiano, en lo que apenas se nota, y sin embargo permanece. La historia avanza con ritmo pausado, como la vida misma, hasta dejar una huella sutil pero honda. Es un homenaje silencioso a las almas sencillas que rara vez ocupan el centro del relato. Flaubert, maestro del estilo, elige aquí la transparencia por encima del artificio. El resultado es una pieza delicada y poderosa, que resiste el paso del tiempo. sobre el autor: Gustave Flaubert nació en Ruan, Francia, en 1821. Abandonó los estudios de derecho para dedicarse por completo a la escritura. Fue un autor meticuloso, conocido por su estilo preciso y su rechazo a lo banal. Su obra más célebre, Madame Bovary, marcó un hito en la novela realista. Murió en 1880, dejando una influencia decisiva en la literatura moderna. 242z2i

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Un alma de Dios. Un relato de Gustave Flaubert. Yo soy la voz que te cuenta.

Capítulo uno. A lo largo de medio siglo, las burguesas de Pont-l'Evêque le invitaron a Madame Aubain su criada felicidad. Por 100 francos al año, guisaba y hacía el arreglo de la casa, lavaba, planchaba, sabía embridar un caballo, engordar las aves de corral, mazar la manteca, y fue siempre fiel a su ama, que sin embargo no siempre era una persona agradable.

Madame Aubain se había casado con un mozo guapo y pobre que murió a principios de 1809, dejándole dos hijos muy pequeños y algunas deudas. Entonces Madame Aubain vendió sus inmuebles, menos la finca de Touquetes y la de Greffoses, que rentaban a lo sumo 5.000 francos, y dejó la casa de Saint-Mélène para vivir en otra menos dispendiosa, que había pertenecido a sus antepasados y estaba detrás del mercado. Esta casa, revestida de pizarra, se encontraba entre una travesía y una callecita que iba a parar al río.

En el interior había desigualdades de nivel que hacían tropezar. Un pequeño vestíbulo separaba la cocina de la sala donde Madame Aubain se pasaba el día entero, sentada junto a la ventana en un sillón de paja, alineadas contra la pared, pintadas de blanco, ocho sillas de caoba. Un piano viejo soportaba, bajo un barómetro, una pirámide de cajas y de carpetas. A uno y otro lado de la chimenea, de mármol amarillo y de estilo Louis XV, dos butacas tapizadas. El reloj, en el centro, representaba un templo de Vesta, y todo el aposento olía un poco a humedad, pues el suelo estaba más bajo que la huerta.

En el primer piso, en primer lugar, el cuarto de Madame, muy grande, empapelado de un papel de flores pálidas y presidiendo el retrato de Messier, en atavío de Petit Maitre. Esta sala comunicaba con otra habitación, más pequeña, en la que había dos cunas sin colchones. Después venía el salón, siempre cerrado y abarrotado de muebles cubiertos con fundas de algodón. Seguía un pasillo que conducía a un gabinete de estudio. Libros y papeles guarnecían los restantes de una biblioteca de tres cuerpos, que circundaba una gran mesa escritorio de madera negra. Los dos es en esconce desaparecían bajo dibujos de pluma, paisajes al aguache y grabados de Audran, recuerdos de un tiempo mejor y de un lujo que se había esfumado.

En el segundo piso, una claraboya iluminaba el cuarto de Felicidad, que daba a los Prados. Felicidad se levantaba al amanecer, para no perder la misa, y trabajaba hasta la noche sin interrupción. Después, terminada la cena, en orden la vaquilla y bien cerrada la puerta, tapaba los tizones con la ceniza y se dormía ante la lumbre con el rosario en la mano. Nadie más tenaz que ella en el regateo. En cuanto a la limpieza, sus relucientes cacerolas eran la desesperación de las demás criadas. Ahorrativa, comía despacio y recogía con el dedo las migajas del pan caída sobre la mesa. Un pan de doce libras, cocido expresamente para ella, y que le duraba veinte días.

En toda estación llevaba un pañuelo de indiana, sujeto en la espalda con un imperdible, un gorro que le cubría el pelo, medias grises, refajo encarnado, y encima de la blusa, un delantal con peto, como las enfermeras del hospital. Tenía la cara enjuta y la voz chillona. A los veinticinco años le echaban cuarenta. Desde los cincuenta ya no representó ninguna edad, y siempre silenciosa, erguido el talle y mesurados los ademanes, parecía una mujer de madera que funcionara automáticamente. Capítulo dos. Había tenido, como cualquier otra, su historia de amor. Su padre, un albañil, se había matado al caer de un andamio. Luego murió su madre.

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