
Descripción de Madame Bovary de Gustave Flaubert 1p4o64
Madame Bovary de Gustave Flaubert es una de las novelas más importantes del Siglo XIX y es como la telenovela del siglo XIX, pero escrita por Flaubert. Este escritor, Gustave Flaubert, era un maestro del detalle. Cada palabra que escribía sobre el papel era como si estuviera eligiendo el color exacto para pintar su obra maestra. Así que ya solo por eso, la novela es un hito. La historia en sí es un desfile de dramas. Emma Bovary, la protagonista, está harta de la vida aburrida que lleva, así que decide lanzarse a la búsqueda de emociones más intensas. Pero eso no termina bien. Flaubert básicamente le grita a la sociedad de la época: "Oigan, sus reglas están obsoletas". Lo más interesante es cómo Flaubert se mete en la cabeza de Emma y la analiza psicológicamente, mucho antes de Freud y su psicoanálisis, destripando las emociones y pensamientos de sus personajes. sobre el autor: Gustave Flaubert (1821–1880) fue un escritor francés cuya influencia en la literatura moderna ha sido profunda y duradera. Considerado uno de los grandes maestros del realismo, su obra se caracteriza por una obsesiva búsqueda de la perfección formal, un estilo preciso y cuidado al extremo, y una mirada lúcida, a veces despiadada, sobre el ser humano y la sociedad de su tiempo. Hijo de un médico, Flaubert creció en Ruan y desde joven mostró inclinación por la literatura. Sin embargo, fue un escritor lento, meticuloso, que revisaba una y otra vez sus textos en busca de lo que él llamaba le mot juste —la palabra exacta—. Esta exigencia, que a veces lo llevaba a escribir solo unas pocas líneas al día, le valió un lugar único entre los autores de su siglo. Flaubert no escribió muchas novelas, pero cada una de ellas muestra una faceta distinta de su talento. Salambó (1862) se adentra en la antigüedad cartaginesa con una riqueza visual y sensorial impresionante. La educación sentimental (1869), tal vez su novela más amarga, retrata la desilusión de toda una generación, marcada por las promesas incumplidas del amor, la política y la juventud. Bouvard y Pécuchet, su obra inacabada y satírica, apunta con ironía a la arrogancia de la razón humana y el conocimiento acumulativo sin comprensión real. Flaubert fue un autor exigente, solitario, y a menudo desencantado, pero su mirada no fue cínica sino profundamente ética. Desconfiaba de las ideas hechas, de las frases vacías, del sentimentalismo fácil. Creía que el arte debía ser riguroso, impersonal, pero al mismo tiempo comprometido con la verdad, no en el sentido moral, sino en el sentido más hondo del conocimiento humano. Su influencia llega hasta autores como James Joyce, Franz Kafka, Italo Calvino o Mario Vargas Llosa, quienes iraron su dominio técnico y su firme rechazo a la mediocridad literaria. Leer a Flaubert no es solo sumergirse en un mundo narrativo preciso y hermoso, sino también entrar en o con una forma de entender la escritura como un acto de paciencia, de lucidez y de profunda responsabilidad estética. 2z3t
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Madame Bovary, una novela de Gustave Flaubert.
Yo soy la voz que te cuenta.
Primera parte. Capítulo 1.
Nos encontrábamos en la sala de estudio cuando entró el director seguido de un novato con atuendo provinciano y de un vedel que traía un gran pupitre.
Los que dormitaban se espabilaron y todos nos pusimos en pie como sorprendidos en nuestro trabajo.
El director nos indicó que volviéramos a sentarnos.
Entonces, dirigiéndose al prefecto de estudios, le dijo a media voz «M. Roger, le traigo a este alumno para que se incorpore con los demás.
Entra en quinto.
Si su trabajo y su conducta le hacen acreedor a ello, pasará a la clase de los mayores como corresponde a su edad».
El novato que se había quedado rezagado en un rincón detrás de la puerta, de tal modo que apenas le podíamos ver, era un chico de pueblo, de unos quince años y de bastante mayor estatura que cualquiera de nosotros.
Llevaba el pelo con flequillo como un sacristán de aldea y parecía modoso y un tanto azorado.
Aunque no era ancho de hombros, su chaquetón de paño verde con botones negros debía de tirarle en la sisa y por la abertura de las bocamangas se le veían unas muñecas enrojecidas como las de alguien acostumbrado a ir siempre remangado.
Su pantalón amarillento, muy tenso por los tirantes, dejaba al descubierto sus pantorrillas, ceñidas con medias azules.
Calzaba un par de zapatos no muy limpios y guarnecidos de clavos.
Empezamos a recitar las lecciones.
Él las escuchó muy atento, como si estuvieran un sermón, sin atreverse siquiera a cruzar las piernas o a apoyarse en un codo.
Y a las dos, cuando sonó la campana, el prefecto de estudios tuvo que avisarle para que se pusiera con nosotros en la fila.
Al entrar en clase, solíamos tirar las gorras al suelo para quedarnos con las manos más libres.
Había que lanzarlas desde el umbral bajo el banco, de tal manera que golpeasen contra la pared, levantando mucho polvo.
Así lo requería la costumbre.
Pero ya fuera porque no hubiera advertido semejante maniobra, ya fuera porque no se atreviese a someterse a ella, lo cierto es que ya habíamos acabado los rezos y el novato seguía con la gorra sobre las rodillas.
Era uno de esos tocados de características heterogéneas en el que pueden encontrarse los elementos del gorro de granadero, del chapska, del sombrero de copa, del pasamontañas y del gorro de dormir.
Una de esas prendas desafortunadas, en resumidas cuentas, cuya muda fealdad adquiere profundidades de expresión comparables a las del rostro de un lelo.
Ovoide y armada de ballenas, empezaba con tres morcillas circulares, luego alternaban, separados por una franja roja, unos rombos de terciopelo con otros de piel de conejo.
Venía a continuación una especie de saco rematado por un polígono acartonado y guarnecido con bordados de pasamanería y del que pendía, en el extremo de un cordón largo y fino, un pequeño colgante de hilos de oro en forma de bellota.
La acababa de estrenar y la visera relucía.
—Levántese, le dijo el profesor.
Él se levantó y la gorra se le cayó al suelo.
Toda la clase rompió a reír.
Se agachó para recogerla, pero el compañero que estaba a su lado se la volvió a tirar de un codazo.
El chico la recogió por segunda vez.
—Deje usted ya la gorra en paz, dijo el profesor, que era un individuo bastante sagaz.
Se produjo entonces otra risotada que acabó de desconcertar al pobre muchacho hasta el punto que llegó un momento en que no sabía si quedarse con la gorra en la mano o dejarla en el suelo o ponérsela.
Finalmente optó por sentarse de nuevo, colocándosela sobre las rodillas.
—Levántese, insistió el profesor, y dígame su nombre.
El novato tartajeó un nombre ininteligible.
—¡Repita! Y de nuevo oímos el mismo farfulleo de sílabas, ahogado por los abucheos de la clase.
—¡Más alto! —gritó.
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