
Descripción de Asedio y tormenta 4555h
Leigh Bardugo - Grisha 2 - Asedio y tormenta 656m1x
Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.
Boca vivo presenta Asedio y tormenta, escrito por Lee Bardugo, traducido por Carlos Los Certales y narrado por Nuria Samso. Para mi madre, que creyó en mí cuando ni siquiera yo lo hacía.
Grisha. Soldados del segundo ejército. Maestros de la pequeña ciencia.
Corporalki. La orden de los vivos y los muertos. Mortificadores, sanadores.
Eterealki. La orden de los invocadores. Vendavales, inferni, agitamareas.
Materialki. La orden de los hacedores. Durasts, alquemi.
Antes. Mucho tiempo atrás, antes de ver el mar auténtico con sus propios ojos. El chico y la chica ya habían soñado con barcos. Barcos mágicos, de cuento, con mástiles de cedro y velas de hilo de oro tejidas por doncellas. Barcos tripulados por ratoncillos blancos, que cantaban mientras lampaceaban la cubierta con su rabito rosado. El berjader no era un barco mágico, sino un buque mercante Kersh, con la bodega repleta de mijo y melaza.
Apestaba a sudor y a cebollas crudas, pues los marineros aseguraban que ayudaban a prevenir el escorbuto. La tripulación escupía, blasfemaba y se jugaba sus raciones de ron. El pan que daban al chico y a la chica estaba infestado de gorgojos, y su camarote era un huartucho que compartían con otros dos pasajeros y un tonel de bacalao en salazón. No les importaba.
Se acostumbraron al repicar de las campanas, que señalaban el paso de las horas, al graznido de las gaviotas y a la ininteligible cháchara en lengua Kersh. Aquel barco era su reino, y el mar, un foso inmenso que mantenía a raya sus enemigos. El chico se acostumbró a la vida en alta mar con la misma facilidad con la que se adaptaba a todo. Aprendió a hacer nudos marineros y a remendar velas, y cuando sus heridas sanaron, empezó a faenar como uno más de la tripulación.
Trepaba por las garcias descalzo, sin un ápice de temor. A los marineros les maravillaba su facilidad para avistar delfines, bancos de rayas y resplandecientes peces tigre. Era capaz de intuir dónde aparecería una ballena justo antes de que su lomo ancho y rugoso surgiera de las olas. Los marineros decían que con una pizca de la suerte que acompañaba a ese chico, se harían ricos. La chica, por el contrario, los ponía nerviosos.
Sólo llevaban tres días navegando cuando el capitán le pidió que procurara no dejarse ver por la cubierta. Le dijo que la tripulación era supersticiosa, que creían que la presencia de una mujer a bordo atraería malos vientos. Era verdad, pero tal vez los marineros habrían aceptado y agradecido la presencia de una muchacha risueña y alegre, una que contase chistes o probara a tocar la flauta.
Pero aquella chica estaba siempre quieta, siempre callada frente a la borda, reajustándose a la bufanda que llevaba al cuello, tan inmóvil como un mascarón de proa tallado en madera blanca. Aquella chica chillaba en sueños y despertaba a los marineros que dormitaban en la cofa. Desde entonces, la chica pasaba los días deambulando por la oscura bodega del barco.
Contaba los toneles de melaza y estudiaba las cartas náuticas del capitán. Por la noche se refugiaba en los brazos del chico, subían a cubierta y buscaban constelaciones en el vasto manto de estrellas. El cazador, el erudito, los tres hijos necios, los resplandecientes radios de la rueca, el palacio del sur con sus seis chapiteles torcidos. Ella retenía al chico tanto como podía, contándole historias y haciéndole preguntas. Porque sabía que en cuanto se durmiera, soñaría. A veces soñaba con esquifes de velas negras partidos por la mitad y con la cubierta manchada de sangre cuyos tripulantes gritaban en la oscuridad.
Pero era peor soñar con el príncipe pálido que la besaba en el cuello, que apoyaba las manos en el collar que llevaba la chica e invocaba su poder, despertando una fulgurante luz solar. Cuando soñaba con él, se despertaba temblando, notando todavía en el cuerpo la vibración del eco de su poder y el tacto cálido de la luz en la piel. El chico la abrazaba con fuerza y susurraba palabras afectuosas para que volviera a dormirse. «Solo es una pesadilla», susurraba. «Ya dejarás de soñar».
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