
Descripción de El derecho del pasado 2f5fg
Quique Pesoa es uno de los grandes narradores de la radio argentina. Cada medianoche del sábado al domingo, desgrana una narración de los grandes escritores de todos los tiempos. Relatos sociales, fantásticos, cómicos… Una verdadera colección de joyas literarias para amenizar las noches de los sábados en la mejor compañía. Aquí vas a encontrar todos los podcasts de los relatos que se emitan. 2tt5
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Cuentos de medianoche El cuento de hoy se titula El derecho del pasado y pertenece a Villers de Lisle-Adam. El 21 de enero de 1871, reducido por el invierno, por el hambre, por el retroceso de las expediciones insensatas, París, visto desde las posiciones inexpugnables desde las que, casi impunemente, el enemigo lo fulminaba, enarboló, finalmente, con brazo febril y ensangrentado, la bandera que indica los cañones que deben detenerse.
Desde un altozano lejano, el canciller de la Confederación Germánica observaba la capital y, al ver de improviso aquella bandera en la bruma glacial y en la humareda, introdujo bruscamente, uno dentro del otro, los tubos de su catalejo, diciéndole al príncipe de Macklemburgo-Schwerin que se encontraba a su lado, la bestia ha muerto. El enviado del gobierno de la Defensa Nacional, Jules Favre, había franqueado los puestos de avanzada prusianos y, escoltado en medio del estruendo a través de las líneas de cerco, había llegado al cuartel general del ejército alemán.
No había olvidado la entrevista del Château de Ferrières, donde, en una sala obstruida por los cascotes y los escombros, había intentado tiempo atrás las primeras negociaciones. Hoy era en una sala más sombría y completamente real, en la que silbaba el viento helado, pese a las chimeneas encendidas donde los dos mandatarios enemigos volvían a encontrarse. En un determinado momento de la entrevista, Favre, pensativo, sentado ante la mesa, se había sorprendido a sí mismo, contemplando en silencio al conde de Bismarck-Schönhausen que se había levantado.
La estatura colosal del caballero del imperio de Alemania, con uniforme de general adjunto, proyectaba su sombra sobre el parqué de la sala devastada. Al brusco resplandor del fuego brillaba la punta de su casco de acero pulido, cubierto con la sombra de la dispersa crin blanca, y en su dedo el pesado sello de oro, con el escudo de armas siete veces secular del obispado de Halberstadt.
El trébol de los bisthums marque sobre su antigua divisa, In trinitate robur. Sobre una silla se encontraba su levita militar de amplias bocamangas color vino, cuyos reflejos coloreaban su mostacho con un tinte púrpura. Tras sus talones provistos de largas espuelas de acero, de cadenillas bruñidas, sonaba por instantes el sable arrastrado. Su cabeza pelirroja de dogo altivo que guardaba la casa alemana, cuya llave, Estrasburgo, acababa lamentablemente de exigir, se erguía. De toda la persona de aquel hombre, semejante al invierno, brotaba su adagio nunca suficiente.
Con un dedo apoyado en la mesa, miraba a lo lejos por una ventana como si, olvidado de la presencia del embajador, no viera ya sino su voluntad planear en la lívidez del espacio como el águila negra de su bandera. Había hablado, y la rendición de los ejércitos y de las ciudadelas, el brillo de una inmensa indemnización de guerra, el abandono de algunas provincias, se habían dejado entrever en sus palabras. Fue entonces cuando, en nombre de la humanidad, el ministro republicano quiso apelar a la generosidad.
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