
Descripción de Capítulo 3 h4j5r
Autora: Daria Pietrzak Locución: Jose Luis Melián Cuando Alex encuentra una misteriosa guía de viajes en la trastienda de la vieja librería donde trabaja, no se hace a la idea de hasta qué punto su vida va a cambiar. El libro le descubre el pantano de Kanda, un pequeño paraíso oculto al que Alex de inmediato se siente empujado a viajar. 1t6g2s
Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.
Capítulo 3 Durante su primera noche en el pantano de Khanda acampó sobre un islote de tierra que se elevaba por encima de las oscuras aguas.
Allí abajo la luz comenzaba a replegarse más temprano y la penumbra le sorprendió en el camino sin tener una idea clara de hacia dónde se dirigía, pero sin poder dejar de avanzar.
Encontró la explanada en su camino y le pareció adecuada, una planicie de ocho o diez metros de ancho cubierta de espesa hierba, rodeada por una mezcla de arbustos salvajes y helechos de un tamaño desmesurado que servían de separación natural entre su campamento, las aguas y lo que pudiera venir de allí.
Ese pensamiento que había aparecido de repente en su cabeza le preocupó por primera vez desde su llegada.
No había tenido en cuenta la cantidad de animales salvajes que habitaban el lugar.
Sabía de serpientes que anidaban en esa zona, lagartos, pájaros e insectos, y aunque el autor del libro no lo mencionaba, bajo la menguante luz del día la posibilidad de toparse con un cocodrilo se volvía muy real.
Y de pronto la protección de aquellas ramas de arbustos retorcidos le pareció tan insuficiente como su tienda de campaña.
Se instaló lo mejor que pudo, desplegó su tienda y se dispuso a hacer un pequeño fuego para calentar una lata de comida y espantar a los animales que se vieran tentados de merodear su campamento al cobijo de la oscuridad.
El fuego crepitó y los palos secos se partieron y crujieron en la hoguera.
Alex se recostó sobre el mullido colchón que era aquella hierba y contempló el cielo despejado a través de las copas de los árboles.
Sus contornos negros se perfilaban contra los retazos del cielo, de un color azul oscuro como el fondo del mar, y allí arriba el viento de la noche mecía las hojas y las ramas más altas en un hipnótico vaivén.
Los párpados de Alex comenzaron a ceder ante el espectáculo y se deslizaron hacia abajo, descansando sobre sus ojos, y entonces, cuando estaba a punto de caer dormido, el pantano estalló con un sonido atronador que llenó de vida cada rincón y puso en pie a todas las criaturas que lo habitaban, incluido él. El croar de cientos de ranas se elevó por encima de las aguas tranquilas, trepando por los troncos de los árboles hacia el aire de la noche, y se propagó por el pantano como un fuego descontrolado.
Sus voces eran agudas y graves al mismo tiempo, y subían y bajaban recorriendo su propia melodía con un ritmo que parecía provenir de la misma tierra, un ritmo que surgía del fondo de la laguna y se expandía por el aire, llenando el lugar.
Alex se puso en pie de un salto y caminó hasta el borde del agua, en cuya superficie aparecían pequeñas ondas que se extendían y viajaban por la laguna, dibujando círculos que crecían y se multiplicaban. La vida despertaba ahí abajo.
Una rama se partió a su lado y Alex saltó en el sitio.
La luz de la hoguera era escasa para iluminar el claro al completo, y no pudo ver la naturaleza de su acompañante, pero supo que había alguien a su lado. El susurrante avance de alguna clase de animal agitaba las hojas de los helechos y hacía crujir las ramas más bajas, respondiendo a la llamada de la noche.
De pronto, por encima del canto de las ranas, un búho uruló en la oscuridad y el eco trajo su voz hasta la isla de Alex.
El coro interrumpió su letanía un segundo, en señal de respeto al viejo habitante del lugar, y después arrancó de nuevo, retomando la melodía donde la había dejado.
Alex supo que estaba presenciando algo hermoso y secreto, y el miedo que había sentido hacia un momento se esfumó igual que el calor del día.
Tomó asiento cerca de la orilla y contempló extasiado el vuelo de las luciérnegas sobre el agua.
Éstas dibujaban formas imposibles en el aire, mostrándole retazos de una conversación que no lograba comprender.
El pantano exudaba el calor del día por los poros de su piel, o al menos así se lo pareció a Alex, que vio como unos tarcillos de niebla espesa y blanca rezumaban de la tierra. Por todo el claro, y a su alrededor, serpenteaban entre la hierba e iban a parar a las aguas de la laguna, donde flotaban sus pendidas, acariciando con sus vaporosos dedos la superficie oscura del agua.
La niebla convergía sobre el agua desde todos los rincones del pantano, que hasta aquel momento había reflejado el cielo nocturno como un espejo, repleto de puntos rutilantes que saltaban y desaparecían para emerger en otro lugar.
Pero ahora, un aterciopelado sudario blanco como la leche aguada cubría toda la superficie de la laguna, moviéndose, ondulando y alargando unos penachos de vapor denso hacia las luciérnegas que bailaban por encima, como si trataran de atrapar con sus dedos incorpóreos un reflejo de su luz.
Cuando miró hacia atrás,
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