Caminando entre los Muertos 4e68n

Saludos desde la cripta, les habla como siempre el guardián del cementerio en la oscuridad del campo santo. En verdad hay lugares donde el mundo no está bien cosido, lugares en los que el silencio es tan espeso que se puede masticar, donde las cruces se pudren y el musgo lo cubre todo, absolutamente todo, como una herida que no llega a cicatrizar del todo.

Dicen, dicen que la muerte es el final, pero los cementerios, lo digo por experiencia, son bibliotecas subterráneas, estanterías de carne, polvo y secretos. Algunos de estos secretos no quieren ser olvidados. Estas historias que escucharán a continuación no son cuentos para niños y ficciones de noches de tormenta, son relatos arrancados de registros reales, de testimonios rotos, de crónicas malditas, son leyendas que nacieron de susurros y acabaron, desgraciadamente, en gritos. Comenzamos.

El pantano habla, pero no con palabras, sino con vapores que se elevan al amanecer como lamentos. Allí, donde el barro engulle raíces y los árboles gimen cuando el viento calla, vivió una mujer que aún no ha muerto, aunque su tumba exista. Su nombre era Julia Brown, y entre los habitantes del pantano era conocida como curandera, partera y bruja. Dicen los más viejos del lugar que cada tarde, cuando el sol se hundía tras las copas de los árboles, Julia mecía su silla de mimbre en el porche de la vivienda y murmuraba, como quien arrulla a un niño invisible, un día me moriré, por supuesto, pero me los llevaré a todos conmigo. Y así lo hizo.

Murió un 28 de septiembre de 1915. Los vecinos, con alivio mal disimulado, organizaron su entierro. El ataúd de madera oscura fue sepultado con suma rapidez. Esa misma noche, el cielo se partió en dos. Un huracán descendió sobre Frenier, como si el infierno hubiese soltado a todos sus caballos juntos. Más de 300 personas murieron. La ciudad fue arrancada de cuajo. Días después, los pocos sobrevivientes encontraron algo más que devastación. La tumba de Julia estaba vacía.

Desde entonces, se escucha una melodía en los pantanos cuando la niebla es espesa y a su cierna las parpadean en patrones imposibles. Nadie se atreve a sellar esa tumba. Una vela arde en su borde cada año, sin que nadie se atreva a encenderla. Y el viento, si se lo escucha con atención, sigue repitiendo, me los llevaré a todos. El pantano no olvida, Julia tampoco. Y al parecer, unos jóvenes tampoco quisieron hacerlo y se acercaron una noche, una madrugada, a ese campo santo en cuestión. Y el resto, queridos amigos del guardián del cementerio, es historia y ustedes la van a conocer de primera mano.