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Parábolas
El hombre que robaba el Coliseo

El hombre que robaba el Coliseo 2j4n55

26/7/2017 · 04:02
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Parábolas

Descripción de El hombre que robaba el Coliseo 15db

Una vez había un hombre al que se le metió en la cabeza la idea de robar el Coliseo de Roma; lo quería todo para él; no le gustaba tener que compartirlo con los demás. Tomó una bolsa, se fue al Coliseo, esperó a que el guarda estuviese mirando a otra parte, llenó afanosamente la bolsa de piedras viejas y se las llevó a casa. Al día siguiente hizo lo mismo, y todas las mañanas, excepto los domingos, hacía un par de viajes por lo menos, o incluso tres, estando siempre muy atento para que el guardia no le descubriera. El domingo descansaba y contaba las piedras robadas, que iba amontonando en el desván. Una vez lleno el desván comenzó a llenar la buhardilla, y una vez llena ésta escondió las piedras debajo del sofá, dentro de los armarios y en el cesto de la ropa sucia. Cada vez que volvía al Coliseo lo contemplaab atentamente desde todos los lados y pensaba: “Parece el mismo de siempre, pero existe una pequeña diferencia. Por aquella parte es ya un poco más pequeño”. Y secándose el sudor, rascaba un pedazo de ladrillo de una escalinata, arracaba una piedrecita de un arco y llenaba la bolsa. A su lado pasaban los turistas, extasiados, con la boca abierta, asombrados, y él sonreía complacido mientras pensaba a escondidas: “¡Ah, qué sorpresa os vais a llevar el día que no veáis el Coliseo”. Cuando iba al estanco y veía las postales de colores con la fotografía del grandioso anfiteatro, le entraba una gran alegría y tenía que disimular su sonrisa sonándose la nariz: “¡Ji, ji! Dentro de poco, si queréis seguir viendo el Coliseo vais a tener que conformaros con las postales”. Pasaron los meses y los años. Las piedras robadas se acumulaban debajo de su cama; ocupaban la cocina, en la que sólo quedaba un estrecho pasillo en el fogón y el fregadero, llenaban la bañera, y había transformado el corredor en una trinchera. Pero el Coliseo seguía en su sitio y no le faltaba ni un arco: estaba tan entero como podía estarlo después de que un mosquito se hubiese empeñado en demolerlo con sus patitas. El pobre ladrón, al envejecerse, fue presa de la desesperación. Pensaba: “¿Me habré equivocado en los cálculos? ¿Quizás hubiese sido mejor robar la cúpula de San Pedro. Vamos, ánimo: cuando se toma una decisión hay que saber seguir hasta el final”. Cada viaje le causaba cada vez más fatiga y dolor. La bolsa le rompía los brazos y le hacía sangrar las manos. Cuando vio que se acercaba la muerte se trasladó una vez más al Coliseo y subió trabajosamente de escalinata en escalinata hasta la terraza superior. El sol, al ponerse, teñía de oro, de púrpura y de violeta, las antiguas ruinas, pero el pobre viejo no podía ver nada porque las lágrimas y el cansancio le nublaban la vista. Hubiera deseado quedarse solo, pero los turistas se aglomeraban en la terracita, expresando en diversas lenguas su asombro. Y he aquí que, entre tantas voces, el anciano ladrón distinguió la vocecilla argentina de un niño que gritaba: - ¡Mío! ¡Mío! ¡Cómo desentonaba! ¡Qué fea era aquella palabra dicha allá, ante tanta belleza! Ahora si lo entendía el viejecito, y hubiera querido decírselo al niño; hubiese querido enseñarle a decir “nuestro” en lugar de “mío”, pero las fuerzas le fallaban. Gianni Rodari y16l

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