
Descripción de 49-Arnie 5o3ii
Stephen King logra crear una atmósfera inquietante y claustrofóbica alrededor de este automóvil diabólico. Su forma de narrar es única, y la evolución de los personajes, especialmente la de Arnie, es fascinante. La novela nos sumerge en los tortuosos caminos de la adolescencia, donde las pasiones y las obsesiones pueden tener consecuencias mortales. Además, la relación entre Arnie y Christine es perturbadora y adictiva. ¿Quieres anunciarte en este podcast? Hazlo con advoices.com/podcast/ivoox/497413 5y3e72
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Las noches, del calor, del espanto, un encuentro con la literatura del cielo de lo fantástico, novela, cuento, leyendas, relatos de los grandes genios de la literatura universal, quedas con tu anfitrión, Reinaldo Martínez. 49. Arnie. Empecé la larga y terrible jornada dirigiéndome a la casa de Jimmy Sykes, en mi duster. Había esperado que surgiese alguna dificultad por parte de la madre de Jimmy, pero todo marchó bien.
La mujer era incluso mentalmente más lenta que su hijo. Me invitó unos huevos con tocino, que Reusep pues tenía un nudo en el estómago, y me compadeció por mis muletas, mientras Jimmy buscaba el llavero en su habitación. Charlé de cosas insustanciales con la señora Sykes, que tenía aproximadamente el tamaño del monte Edna. Mientras pasaba el tiempo, y me invadía una terrible certidumbre. Jimmy había perdido sus llaves, y todo se iría al garete antes de empezar.
Volvió a sacudir la cabeza. No puedo encontrarlas, explicó. Caray, supongo que debí perderlas en alguna parte. ¡Qué estupidez! Y la señora Sykes, con sus casi 300 libras de peso, su bata descolorida y sus cabellos enrollados en gruesos rulos de color rosa, dijo en un tono práctico que me supo a Gloria. ¿Has mirado en tus bolsillos, Jim? Una expresión sorprendida se pintó en el semblante de Jimmy. Metió una mano en el bolsillo de su pantal de trabajo. Después, con un guiño descarado, sacó un manojo de llaves. Vendían de un llavero de los que vendían en la tienda de novedades del Monroeville Mall. Un gran huevo frito de goma. El huevo estaba sucio de grasa.
Aquí están, mamonas, dijo. Cuida tu lenguaje, jovencito, pidió la señora Sykes. Enséñale a Dennis la llave que abre la puerta y guarda tu sucio lenguaje en la cabeza. Jimmy acabó por tenderme tres llaves Sledge, porque no estaban rotuladas y no sabía cuál de ellas servía para qué. Una abría la puerta principal, la otra, la puerta de atrás, quedaba la larga nave donde estaban los coches arruinados, y otra, la puerta del despacho de Will. Gracias, le dije. Te las devolveré lo antes que pueda, Jimmy. Estupendo, repuso Jimmy. Saluda mi parte cuando le veas.
Lo haré. Combine. ¿Seguro que no quieres unos huevos con tocino, Dennis? Preguntó la señora Sykes. Hay de sobra. Gracias, contesté, pero tengo que marcharme. Eran las ocho y cuarto. La clase empezaba a las nueve. Lei me había dicho que Ernie solía llegar a eso de las nueve menos cuarto. Tenía el tiempo justo. Me apoyé en mis muletas y me puse en pie. Ayúdale a salir, Jim. Ordenó la señora Sykes.
No te quedes ahí plantado. Iba a protestar, pero ella me atajó con una de man. No quisiera que te calleses al volver al coche, Dennis. Podrías romperte de nuevo la pierna. Soltó una fuerte carcajada y Jimmy, que era la obediencia en persona, me llevó prácticamente a cuestas hasta mi dúster. Aquel día, el cielo estaba brumoso, de un gris quebradizo, y la radio anunciaba más nieve para la última hora de la tarde.
Crucé la ciudad hacia Libertyville High. Tomé el paseo que conducía a la zona de aparcamiento de los estudiantes y aparqué en primera fila. No necesitaba que Lei me dijese que Ernie solía hacerlo en la fila de atrás. Tenía que verle. Tenía que ponerle el cebo delante de las narices, pero quería que, cuando lo hiciese, él estuviera lo más lejos posible de Christine. Parecía que, lejos del coche, Levi tenía menos poder. Permanecí sentado, con la llave conectada en rios, para poder oír la radio, y contemplé el campo de fútbol. Parecía imposible que hubiese vendido bocadillos con Ernie en aquellas gradas cubiertas de nieve.
Imposible creer que había corrido y hecho en aquel campo, con suéter almohadillado, casco y pantalones ajustados, estúpidamente convencido de mi invulnerabilidad física, o incluso, tal vez de mi inmortalidad. Pero ya no sentía nada de esto.
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