
01 Y ella no paraba de llorar - relato de Iván Guevara - Crónicas de Genteovejuna 3h1r2j
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Visite nuestra página: https://genteovejuna.com «Y ella no paraba de llorar» es un relato escrito por Iván Guevara en 2023 y publicado por primera vez en el nº12 del magazine literario "El Tunche": https://altolibros.com La voz lectora pertenece a Alfonso M. González: https://www.segasaturnoproductions.com Encuéntrenos en Facebook: https://www.facebook.com/groups/Genteovejuna.Pulp.CF e Instagram: @ivan.guevara.genteovejuna Música final: https://www.youtube.com/watch?v=__yYVW-ay1s 56k1c
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Y ella no paraba de llorar. Alicia me había llamado hacía unos minutos, había miedo en su
voz, dolor, angustia, desesperación. Y todo era por Diego. Acudí tan pronto como pude. Ella no
paraba de llorar. Temblaba y sudaba sin apenas poder hablar. Le dije que se tranquilizara,
que yo ya estaba allí. Entre sollozos señaló con la mano hacia la cocina. No se animaba a
dar el primer paso, así que entré solo. Allí encontré a Diego, flaquito como era,
acurrucado en un rincón con las manos y la camisa cubiertas de sangre, perdida la mirada
a 384.000 kilómetros de allí. La mesada, el microondas, la nevera… todo estaba empapado
en sangre. Diego es mi hermano menor. Nunca anduvo muy bien de la azotea. Desde pequeño,
había requerido una atención especial. Mis padres lo mandaban al psiquiatra. A medida que iba
creciendo, tuve que empezar a hacerme cada vez más responsable de él. Vigilando que no se
metiese en líos o impidiendo que amarrase gatos callejeros a las vías del tren. Más tarde,
se hizo adulto. Gracias a la terapia y a la medicación consiguió llevar una vida más o
menos normal. Terminó la carrera, conoció a Alicia y se casó con ella. Pero yo nunca dejé
de estar pendiente de él, atendiendo a sus cambios de ánimo y cuidando que no se saltase ninguna
pastilla. En los últimos meses, sin embargo, desde que se había ido a vivir con su esposa,
habíamos perdido el o cotidiano. Por eso no pude creer lo que vi cuando entré en aquella
cocina. Me incliné hacia Diego tratando de hacerlo reaccionar. Le pregunté si se había tomado el
antipsicótico. No pareció escucharme. Entonces noté que, entre sus manos, sostenía una tercera
mano. Una mano de mujer que, amputada del cuerpo, encharcaba de sangre todo alrededor. Desde el
salón, sin atreverse a entrar a la cocina, Alicia chillaba que era un asesino, que Diego había matado
y que aquella no había sido su primera víctima. Recién entonces, mi hermano pareció reaccionar,
mirando hacia el sitio del cual provenía la voz de su mujer. Aproveché para volver a preguntarle
qué había hecho, intentando sonar lo más sereno posible. Él me señaló el congelador. Lo abrí y
encontré otras dos manos amputadas. Estas hacía más tiempo y conservadas como trofeos debajo de
un par de paquetes de guisantes con zanahorias. Como si la cosa no fuera con él, comenzó a
balbucear, que no había podido evitarlo. Me dijo que no me preocupase, que se había deshecho de
los cadáveres arrojándolos desde el puente, que nadie lo había visto, que la corriente ya se los
habría llevado río abajo. Le pregunté por qué lo había hecho. No me contestó. Volvió a decirme que
no me preocupase, que ya había transcurrido un buen tiempo desde la primera vez y no lo habían
pillado, que él sabía cómo hacer para pasar desapercibido. Intenté comprender que era lo que
ocurría dentro de la cabeza de mi hermano, pero no lo conseguí. A pesar de ser la persona que mejor
lo conocía, se había vuelto un extraño para mí. Me pregunté si no sería un poco responsabilidad
mía y de nuestros difuntos padres por reprimir su pulsión asesina durante tanto tiempo,
sepultándola bajo toneladas de fármacos. Lo que hacía de pequeño con los gatos
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